Wednesday, January 30, 2013

Cuisine.

     "El amor entra por la cocina"-repetía mi abuela y yo me repetía que se quería mucho a sí misma porque mientras ella engordaba, mi abuelo se mantenía delgadito con todos los manjares que le cocían. A estas alturas me doy cuenta que heredé los genes de abuelote porque mis ingestas no hacen que Sancho llegue a mí. A veces creo que se me acumularán las libras y saldrán de un tirón después de los 40. Llevo tiempo esperando la redondez que mi madre me ha anunciado para esa edad.
    No fue sino hasta que te conocí que supe que me había llegado la hora de recurrir al arte culinario de mi abuela. Mis años de bachillerato en un internado, me eximieron de la cocina los fines de semana que iba a casa. Me sentaba en la mesa de la cocina de abuela y la veía medir con cucharas, tazas, cuidando con precisión seguir al pie de la letra su libro de cocina. No importaba que fuese la centésima vez que la preparaba , siempre volvía a releer los ingredientes y "las porciones que no hay que descuidar"- decía.  A mí siempre me tocaba la parte pesada, pelar los ajos, machacarlos, lavar el arroz, sacarle las piedritas a los frijoles, todo para que la niña no se hiciese daño. No soy bitonga de puro milagro. Creo que se le quedó en la mente el día que siendo muy niña me llevé la yema del dedo cortando las pellas del cerdo para hacer chicharrones. Nieta de médico, me quedé sin puntos "porque eso no es necesario y no se va al hospital por gusto". Así que abuela me puso azúcar hasta que dejé de sangrar y me vendaron el dedo y voilá. Pero claro, hasta ahí llegó la incursión en la elaboración de alimentos.
  Aquella primera tarde que fui a tu casa, comenté al azar que yo solo sabía hacer spaghetti y tu respuesta alentadora fue: " Pues en esta casa el spaghetti lo hago yo". La máxima de la viejita me golpeó la cara con todo el olor de sus guisos y comenzó la etapa de hacer de la cocina mi universo mágico. Comencé a juntar las recetas de mi lado catalán y gallego y hasta me hice del libro de Simone Ortega para alternar los platillos según la temporada. Después de eso, se me antojó el cantero. Al principio no entendías mi demencia, hasta que comprobaste la diferencia de los alimentos con vegetales, verduras y hierbas recién cortados. Esa frase desafiante no te iba a salir barata. Lo próximo fue mandarte a buscar cencerros. Creo que largaste los pies  buscando campanitas para colgar del techo. Cada toque llevaba un mensaje. El del sur de Francia, te pedía que me sirvieses una copa de vino; el de Sant Andreu, que me trajeses las hierbas provenzales; el de Galicia, que vinieses a comer. Te pagué bien tu esfuerzo. Comenzaron a lloverte escalivadas, alubias fritas, papas a la gallega y para los días de frío un caldo gallego que hacía las delicias de mi noche porque debajo de mis sábanas me montaba un toro con fuerzas.
A diferencia de mi abuela, me salto las porciones. Cuando te cocino, pierdo la medida de todo. Voy cantando y añadiendo los ingredientes a mi antojo. Soy archienemiga del orden. Salto de un lado a otro de la cocina. Si preparo pescado, le susurro al animal tu nombre por las agallas. Se ruboriza y se quita hasta las escamas. Para el ossobuco con hongos, dejo los champiñones nadar un rato en el vino y pongo a pochar la cebolla mientras masajeo los trozos de carne. ¡Cuán tiernos se abren al contacto con mis dedos! Me siento a verte comer y me beso las manos.
Pero nada se compara a esas tardes de sábado en que preparas salsa para la pasta. Me tocas una primera campana para que te sirva el vino; a la segunda, sé que me toca salir a buscar la albahaca, y la tercera es para que me siente a la mesa. Entonces, me sirves con gracia. Tu sazón salta hasta mis fosas nasales y me levanta en peso. Cierro los ojos y te siento. Tú si sabes de porciones, de temperatura, de punto de cocción. Carne y hueso que se rinde, lo ablandas y te acoge tibio, a la espera de su salsa.

Friday, January 18, 2013

Alba, limpia, tuya.

         Ya hacía un rato esa tarde que te me aparecías en  las páginas de Onetti, cuando entraste con un sol en el rostro. Sin esperar mucho me soltaste: " Te llevo en tren de madera". Esa frase me sonó a promesa de novio de 6 años y me dejó como niña que descubre la oreja del conejo asomando por el sombrero del mago.
        A la mañana siguiente, me haces embutir una mochila con vino, aceitunas, algo de pan  y fuet.
 Si no nos decantáramos tanto por los eventos culturales de la ciudad, llevaríamos vida provinciana.  Pasan ante nuestros ojos reses que pastan, sierra nacida de la tierra, árboles pretenciosos que quieren presentarse ante Dios. Solo leemos las escrituras del principio a través de la ventanilla. Contemplamos absortos. De vez en cuando cruzamos una mirada fugaz, feliz, una fotografía. Entonces volvemos al ritual de limpieza espiritual. Es como lo describió el anciano unos días antes. El tren avanza perdido entre el derroche de verde con el espacio justo para la línea por la cual escala.¿ A qué más? Nos sentimos pequeños en medio de esa totalidad y la madera que nos transporta regresa al lugar de donde salió.
     De repente me asusta la ausencia blanca en las ramas. No es lo que me has prometido. Me dijiste que por unas horas me harías dueña de copos caídos. Casi ves la decepción en mis ojos. ¿Será que tanto calor ha subyugado la helada? En la última cuesta nos corren el telón y aparece tal como me has definido: alba, limpia, tuya. Al bajar los escalones nos recibe. Hacemos lo que nos correspondía hace tiempo y se atascó. Encontramos un espacio bajo los árboles para hablarnos, comer,  regalarnos una cita. Me empeño en tomar agua del riachuelo y hago correr tu nombre junto al agua.  Hasta que el cielo rojo de la tarde nos despide con un susurro -" Ahora vayan a casa y háganse el uno al otro".
   El vagón es preludio. Me saco las medias mojadas y acerco mis pies a tu entrepierna. Media un silencio cómplice, incitante. Ladeo la cabeza y acerco el índice a la comisura. Lo humedezco y recreo tu anatomía en mis labios. Llega un alud que desprende gargantas, miembros. Mi cabello te nieva encima, acaricia tu rostro, lo sostiene entre sus palmas. Una caída de ojos y mi cuerpo te cubre, albo, limpio, tuyo.






    

Tuesday, January 8, 2013

El viaje.

     No era un lugar más de Castilla-La Mancha. Te había pedido innumerables veces que me llevaras a ver los cuadros de El Greco y caminar por la judería. Se me antojaba otro de esos lugares en los cuales la historia no contada en libros entra por los poros y los personajes trotan junto a tu flujo sanguíneo. Un enclave de callejones que al abrir  sus puertas desvelan salones con bombillas cuentacuentos.
   La ilusion se me aguó la noche anterior con uno de mis arranques de ego, ese monstruo que nos come indistintamente de vez en cuando. ¿Cómo se te ocurre dejar de ver algo que te he puesto delante y atender otras cosas? Dice una vieja leyenda que las mujeres como yo vivimos los momentos de felicidad intensamente para saturarnos y recurrir a los residuos cuando hay  estancamiento. Pero aunque sepa que pasa, hay días que no encuentro la miga que tan bien guardé. Sabes llevarme a los extremos, conoces demasiado bien ese punto en que los muros del silencio caen con toda su fuerza sobre mí aplastando cualquier sentimiento nocivo. Así, que cambiaste el tren por el coche. Sabías que el andén me enamoraría, que una ventanilla distinta me haría ver demasiado pronto y perdería la parábola, que el niño en el asiento frente al mío me haría sonreir invariablemente y giraría a pedirte una escalera de hijos. Subí al coche sin hablarte y eso me perforó durante todo el camino. La sequía de la tierra no ayudaba, más bien me echaba en cara la arbitrariedad de mi puesta.
    Al llegar hiciste una parada temporal en la Plaza de Zocodover. Olía a viaje, a tierra para ser pisada y dejar huellas, a voz esparcida en el aire reinventando el eco. Y el eco de los miles de actos de fe de la plaza fue testigo del exorcismo.  Al salir del estacionamiento subterráneo, las campanadas de la iglesia marcaron la hora de echar a andar. Anduvimos sin rumbo, dejando que nuestros ojos guiaran los pasos hasta la torre del reloj bajo la cual nos besamos. Pero mucho antes, escuchamos de boca de Julián, el artesano de damasquinado, la tradición oral que aprendió de su abuelo junto al oficio.  Al regresar a la plaza, nos recibió una ola de personajes. Dos gnomos adornaban un árbol con papeles de colores. Un acróbata en zancos se nos acercó con una cinta de color al tiempo que un saltimbanqui nos alargaba un lápiz en madera rústica. Escribimos nuestros nombres y colgamos el papel en el árbol.
    Bajamos corriendo al estacionamiento. Al meternos al auto me miraste con mezcla de orgullo y deseo.  Me acariciaste el rostro y tu mano se deslizó bajo mi falda en busca de humedad. Tu otro brazo me asía como temiendo que el río bajo el puente me llevase. Bajé y abrí tu portañuela en busca de un símbolo inequívoco. Sentirte crecer en mi boca, me arrastró. La respuesta llegó potente, caliente y me  trepó  por las papilas dejándome tu gusto por un buen tiempo.