Tuesday, March 19, 2013

Reencuentro.

      Decidió bajarse en Velázquez y caminar hasta su destino. Desde niña aprendió que las calles se transitan si es que quiere poseerse la ciudad. Los lugares carecen de relevancia si no son hurgados en la memoria por una sonrisa, un llanto, un intercambio de miradas, una nota que se deja en un parabrisas. La Castellana  abría sus piernas como una mujer que invita a probarlo todo, abandonada a su propio placer, libre de entregar por sí misma, ajena a la búsqueda de satisfacción del otro.   Los olores podrían guiarla si la vista faltaba. A la izquierda, olía a empatía de libros reunidos por afinidad en el predio señorial de la biblioteca; a la derecha,  la masa recién horneada que se colaba por los enrejados y llamaba a voces a los transeúntes desde un lugar detenido en cristalería Art Nouveau.  Entró a comer algo y supo que recordaría ese día por la luz mañanera que se filtraba por los cristales y dotaba a las palabras que viajaban en el aire con un significado cargado de colores y peso. Echó el panecillo a un lado y apuró el café con leche para echar a andar.
La hilera de personas para entrar al museo era corta. En media hora pudo inyectarse de trípticos e impresiones. Pero su prisa era Chagall, lo perseguía donde fuese. Entonces se sentaba frente  a él y lo besaba en silencio. La recibió un derroche de lapislázuli colgando de una pared. No venía buscando esta escena, pero se le antojó embriagadora, a excepción de la espalda que ocupaba el banco donde debía sentarse y que rozó al hacerlo. Un rostro varonil giró con una expresión recriminatoria que con el reconocimiento comenzó a ceder terreno a la felicidad. Ahí estaban, uno frente al otro, tras 15 años de ausencia. Se repasaron con los ojos, sin guardar discresión. Un examen rápido reveló el paso del tiempo, canas, panza incipiente, libras donde reinaban los huesos. Y se regalaron la misma sonrisa de adolescentes. Por más que trataron, no lograron recordar cuándo se habían conocido o a través de quién. Él parecía incómodo, le molestaba no tener una cronología de una amistad que comenzaban a recuperar. Ella no reparaba en fechas. Lo único que había perdurado, era la lectura de poemas en aquel cuarto donde adoraban a Fayad y a Eliseo. Durante años volvía a los mismos libros porque sentía que la poesía era lo único vivo que los conectaba. Le preguntó por los poemas que escribía él mismo y una sombra de indiferencia mal fingida cubrió su rostro  para contestarle-"Ya no escribo, esas son cosas del pasado".
Volvió a mirarla con otros ojos. Le gustaban las gráciles curvas que le habían dibujado sus treintas. "Te ves mejor llenita"-dijo sin poder aguantarse. Por un momento le pasó por la cabeza el viejo truco de invitarla a su casa y cocinarle, como tan a menudo hacía con ciertas "amigas". Lo descartó por completo con el sonrojo que le devolvió por sonrisa. Seguía siendo la misma y lo confirmó la invitación que le siguió.
-"De aquí salgo a tomar fotos de puertas para mi próxima serie. Ven y me cuentas qué pasa cuando se cierran"- le guiñó un ojo con ese salero que le salía por los poros sin premeditación.
Y comenzó la cronología al salir a la calle. Parecía entretenida conversando, pero cuando algún portón la llamaba, se detenía. De repente, cruzaba la calle y lo dejaba esperando en la acera, la conversación a medias. Él la miraba acariciar la cámara, medir a su antojo, saborear la imagen antes de tomarla y entonces disparar, solo para que otros viesen lo que ella había visto. 
Cuando la luz natural del día comenzó a esconderse, guardó su cámara. Le pidió que la llevara a comer algo y pararon en el primer bar que encontraron en  la plaza para comer un bocadillo. Hablaron hasta quitarse la sed. Era cómodo ese ir y venir de palabras llenas de significado porque no se medían. Eran ellos mismos, sin máscaras, sin segundas intenciones. La hizo reír con carcajadas que llamaban la atención del resto de los clientes. En una de esas le agarró la cara entre las manos y lo besó. Los ojos pasaron de la risa al asombro y se fueron achicando con la sensación de caída suave, amortiguada por el acomodo de las bocas que parecían conocerse igual que las palabras que proferían. Supo que quería quedarse ahí en esa sensación suave y húmeda que era besarlo. " Se besan, mamá" gritó un niño. La voz los separó momentáneamente y les recordó que vivían en un mundo donde la gente parecía esconderse de las demostraciones de afecto. Corrió al baño y se quedó ahí un rato. ¿Qué tal si había interpretado mal las señales y había metido la pata irremediablemente? Antes de volver a la barra, le pidió a un camarero un papel y un bolígrafo. De cierta forma creyó saber que si los llevaba ambos estarían a salvo. Tenía que hacer que volviese a sus orígenes. Él esperaba con la mirada clavada en el pasillo por el que había desaparecido. Al verla caminar hacía él, entreabrió sus piernas para adosarla a su cuerpo. "Escribe algo y te regalo mis mieles"-le susurró al oído.
Se lo llevó a su habitación sin esconder la prisa. De un tirón lanzó al piso lo que sobraba en la mesa y una vez despejada, colocó en ella la servilleta del bar y el bolígrafo del camarero. Le hizo sentar y esperó unos instantes. Cuando la espalda se inclinó, levantó su camisa y admiró su torso desnudo. Desabotonó su blusa y le clavó los pezones en la espalda. Vio claramente la extensión de su piel en esa otra que la recibía, temperatura, textura, alas afines.  La respiración le trotaba en el cuello como potranca  cautiva puesta en libertad.  El bolígrafo corrió por la servilleta llenándola de tinta fecunda.