Saturday, January 11, 2014

El manuscrito.

   El viajero llegó en el tren de las 12. Un tropezón en el ultimo escalón le hizo caer, y con él, la maleta que al tocar el suelo, se abrió.  El vaho caliente de la tarde le pegó una cachetada para que viese cómo el viento del sur se llevaba las notas que había acumulado durante años.
   En el archivo lo recibió una mujer que le informó que Casals, el baquiano, había muerto la semana anterior. Lo llevó hasta la mesa donde descansaba el manuscrito. "Abra un poco la cortina para que entre algo de luz sin matar las sombras" -le pidió sentándose.  De reojo la vio caminar hacia el ala derecha del salón. El calor parecía filtrarse por las persiana y le pegaba la falda de gasa a los muslos. De no ser por por la mesura de su anatomía, le hubiese parecido vulgar; pero ella parecía haber sido hecha un día de reposo, sin la prisa que olvida los detalles. "Al margen encontrará apuntes"- dijo su voz.
     Con el correr de los días, el hombre perdió la cuenta de las ocasiones que repasó la escritura buscándole sentido a algo  más disparatado que el imaginario bíblico de La Torre de Babel. Los trazos ininteligibles se perdían en un tiempo remoto. Sentía una presencia que le buscaba, pero sus ojos volvían al manuscrito que permanecía mudo sobre la mesa. Sin saber cómo encontrar una respuesta para algo a lo que había dedicado su existencia, abrió un hoyo en el original y gritó su desaliento al otro lado del escritorio.
     La primera manifestación del verbo apareció en los ojos de la mujer que se inyectaron de vida al oír los dedos rasgar la cuartilla. Le llovieron signos acompañados de sonidos que bosquejaron  su piel, una piel que pedía lecturas profundas. Comenzaron con las caídas de la tardes. Así como el cielo se volvía rojo, las entrelíneas se llenaban de colores. El hombre cerraba los ojos llenándose de oscuridad para ver mejor la luz. Con los dedos palpaba las palabras hasta que la tinta le entraba por los poros desterrándole los sudores.  Corría entonces el verbo garganta abajo, como hiedra carnosa. Sujetábale el rostro a la mujer, para luego pegarle los labios y respirar su aliento. Una bocanada y se sentía sujeto por siglos de ilustración. Las yemas de la fémina activaban puntos en su dermis al tiempo que sus piernas le traían más cerca, empotrando la escritura en el recipiente escogido. Con gemidos recibían la cera caliente que sellaba la búsqueda del manuscrito.