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El diario de Marianne.
Saturday, September 13, 2014
Saturday, January 11, 2014
El manuscrito.

En el archivo lo recibió una mujer que le informó que Casals, el baquiano, había muerto la semana anterior. Lo llevó hasta la mesa donde descansaba el manuscrito. "Abra un poco la cortina para que entre algo de luz sin matar las sombras" -le pidió sentándose. De reojo la vio caminar hacia el ala derecha del salón. El calor parecía filtrarse por las persiana y le pegaba la falda de gasa a los muslos. De no ser por por la mesura de su anatomía, le hubiese parecido vulgar; pero ella parecía haber sido hecha un día de reposo, sin la prisa que olvida los detalles. "Al margen encontrará apuntes"- dijo su voz.
Con el correr de los días, el hombre perdió la cuenta de las ocasiones que repasó la escritura buscándole sentido a algo más disparatado que el imaginario bíblico de La Torre de Babel. Los trazos ininteligibles se perdían en un tiempo remoto. Sentía una presencia que le buscaba, pero sus ojos volvían al manuscrito que permanecía mudo sobre la mesa. Sin saber cómo encontrar una respuesta para algo a lo que había dedicado su existencia, abrió un hoyo en el original y gritó su desaliento al otro lado del escritorio.
La primera manifestación del verbo apareció en los ojos de la mujer que se inyectaron de vida al oír los dedos rasgar la cuartilla. Le llovieron signos acompañados de sonidos que bosquejaron su piel, una piel que pedía lecturas profundas. Comenzaron con las caídas de la tardes. Así como el cielo se volvía rojo, las entrelíneas se llenaban de colores. El hombre cerraba los ojos llenándose de oscuridad para ver mejor la luz. Con los dedos palpaba las palabras hasta que la tinta le entraba por los poros desterrándole los sudores. Corría entonces el verbo garganta abajo, como hiedra carnosa. Sujetábale el rostro a la mujer, para luego pegarle los labios y respirar su aliento. Una bocanada y se sentía sujeto por siglos de ilustración. Las yemas de la fémina activaban puntos en su dermis al tiempo que sus piernas le traían más cerca, empotrando la escritura en el recipiente escogido. Con gemidos recibían la cera caliente que sellaba la búsqueda del manuscrito.
Sunday, September 29, 2013
Diecinueve años.
Mi romance con Antoni comenzó en el verano del '94. Yo era joven y novata; él, contaba con unos años en su haber. Entiéndase por esto que lo que yo empezaba a ver, él ya había disfrutado y manejado a su antojo con derroche de imaginación.
La incitación inicial vino de la mano de mi hermana. Tras un viaje de dos meses, se me apareció en casa con unas fotos que lo mostraban en todo el apogeo del verano barcelonés. Nuestras infancias eran semejantes: baños de mar y contemplación a borbotones, largas horas de luz, imágenes oníricas más allá de las líneas de los arcos góticos, como si buscaran rayar con el misticismo oriental. Comencé a soñarle como se sueña algo distante, con el sabor de la anticipación y con premura.
El primer encuentro tardó. No era fácil para Antoni hacer ese viaje y tuvo que esperar que fuese yo la que cruzara el Atlántico. Para mí tampoco fue fácil, así que pasó el tiempo. Debo confesar que por momentos lo olvidé. Una es joven y la dinámica de la vida moderna presenta opciones atrayentes por doquier. En par de ocasiones estuve en la península, pero no me sentí con fuerzas para verlo. Podría parecerle cobarde si le dijese, pero una mujer sabe cuál es su mejor momento. Para ese entonces ya había visto un poco más. Algunos fueron frescos, otros tóxicos, mas había llegado al punto en que se tienen elementos para valorar sin hacer comparaciones simples.
Y volvió el verano. Barna me recibió con una luminosidad que ya conocía. Andaba sus calles con comodidad, como si las hubiese recorrido mucho antes. La rambla era como la de mi villa y desembocaba en el puerto. A ambos lados, árboles plantados por manos que ya no estaban y chaflanes que coloreaban las fachadas. Recuerdo aquel lunes como si fuese hoy. Dijo alguna vez la voz de un poeta algo sobre la eternidad y un lunes. No era lo que tenía en mente. Nos habíamos preparado hasta gastar las palabras para dejar que los sentidos hiciesen su parte."¿Dónde radica el asombro?"- le pregunté al tenerle enfrente. Las columnas se apoyaban en la claridad del mediodía y yo trepé. Comenzaba la búsqueda. Pedazo a pedazo juntaba las piezas de mi trencadís. Armonía en la mezcla de tonalidades. Mientras más me alejaba del suelo, mejor le escuchaba. A mayor empinación, mayor temperatura. ¿No desafíaba eso lo que conocía hasta entonces? Iba Antoni penetrándome y me llenaba de claridad, hasta que estuvo todo visible. Yo sonreía y me transfiguraba.
Mi romance con Antoni sigue por estos días. Vuelvo a sus fotos, las de hace casi veinte años y las recientes, tomadas por mí. Cuando regreso a verle, hay siempre algo nuevo: la intensidad de la luz, el olor a salitre que le baña los poros, las aves que migran, alguna marca del tiempo. Lo que no envejece es la invitación, desde aquel primer verano.
La incitación inicial vino de la mano de mi hermana. Tras un viaje de dos meses, se me apareció en casa con unas fotos que lo mostraban en todo el apogeo del verano barcelonés. Nuestras infancias eran semejantes: baños de mar y contemplación a borbotones, largas horas de luz, imágenes oníricas más allá de las líneas de los arcos góticos, como si buscaran rayar con el misticismo oriental. Comencé a soñarle como se sueña algo distante, con el sabor de la anticipación y con premura.
El primer encuentro tardó. No era fácil para Antoni hacer ese viaje y tuvo que esperar que fuese yo la que cruzara el Atlántico. Para mí tampoco fue fácil, así que pasó el tiempo. Debo confesar que por momentos lo olvidé. Una es joven y la dinámica de la vida moderna presenta opciones atrayentes por doquier. En par de ocasiones estuve en la península, pero no me sentí con fuerzas para verlo. Podría parecerle cobarde si le dijese, pero una mujer sabe cuál es su mejor momento. Para ese entonces ya había visto un poco más. Algunos fueron frescos, otros tóxicos, mas había llegado al punto en que se tienen elementos para valorar sin hacer comparaciones simples.

Mi romance con Antoni sigue por estos días. Vuelvo a sus fotos, las de hace casi veinte años y las recientes, tomadas por mí. Cuando regreso a verle, hay siempre algo nuevo: la intensidad de la luz, el olor a salitre que le baña los poros, las aves que migran, alguna marca del tiempo. Lo que no envejece es la invitación, desde aquel primer verano.
Monday, June 24, 2013
Usted.
La cabaña bullía en el punto más alto. A un lado, se alineaba una familia de coníferas, al otro el despeñadero y muy a lo lejos, la línea que nos condujo a nuestro retiro. Apenas nos hubo abandonado el ruido mundano de la ciudad, escuchamos una sinfonía natural. Cambiamos bocinas por cantos de aves, neumáticos por pisadas de ciervos, moles de concreto por sierra. Te besé largamente en el umbral. Y ese primer día oficial de primavera, con el cierre de la puerta, comenzó a nevar. Supe que mientras durara, sólo tendríamos nuestros sentidos.
No hay rabia, no hay prisa, el clima nos ha bendecido. Hueles a hogar, a vino descorchado, a resina de árbol, a espíritu libre. Dejo a mi boca hacer, con esos modos suyos de pasearse por tu cuerpo. Saco tu ropa, tejido y más tejido. ¿Nunca va a acabar? Al fin tu piel. Eres la temperatura del brasero. Crepitas al tacto. Peregrino. Salivo. Algo se cuece en mi estufa. De vez en cuando un vergajazo en mi lengua y me corres entre las piernas. Entonces, me bebes. Ya no sé quién es deidad y dónde culmina la ofrenda.
"Ven y acuéstateme encima. Deja que tu peso me traspase"-imploro.
Mis piernas trepan. Te hago factible tus instintos antropófagos. Es tan fácil el ascenso contigo. La cima llega cuando apagas la reproductora. Te gusta el silencio para escuchar la tonada entre mis resollos y descubrir mi rostro. No cierras los ojos, me clavas la mirada. Es tu culto a lo femenino. Todo empieza y termina en mi.
¿Quién sabe cómo amanecerá mañana? No es mi espíritu el del nómada. Sigue tú siendo lumbre primaria. Dicta la rumba de mis calderos.
Wednesday, May 8, 2013
Sin trajes.

Tuesday, April 23, 2013
Las uvas del tiempo.
Lo primero, fue aprender de uvas. En un inicio las apuraba hacia su boca como si cada campanada del reloj le cortara un poco de vida. La acumulación repentina hacía que en ocasiones perdiese la habilidad de distinguir textura y aroma. Ese proceso causaba un desbalance desastroso de los azúcares y ácidos cambiando para siempre el resultado de la cosecha. Al tiempo, comprendió que muchas uvas se vendían solas. Por una u otra razón se habían hecho de un nombre y vivían gritando los atributos que les habían conferido habitar ciertos terrenos. Tanta vanidad les hacía olvidar las cepas viejas que iban trepando y ahogándolas silenciosamente ajenas a las voces que solo escuchaban ellas mismas.
Al sostener la botella sintió la diferencia de las uvas. Era esta una cosecha que no buscaba impresionar a primera vista. El espíritu que ocupaba la vasija sabía que una sibarita no hacía juicios rápidos. Así que cuando lo dejaron salir a airear, se limitó a contener sus explosiones narcisistas. El prensado comenzó con crónicas del mundo que ella le abría poco a poco y que eran la voz que él quería predominase. Cuando contaba sin reparos, el aire se tornaba afrutado. Asimismo, sentía que esa figura a simple vista frágil, era un roble que podía darle cuerpo. Unas cuantas historias después empezó a derramársele bajo la falda y entre las dos piernas. Las manchas de vino aparecían a cualquier hora y se resistían a la aplicación de sal para intentar desprenderlas.
Con la primera cata, comprobó la excelsitud de una cosecha que ya había imaginado entre sus manos y bajo sus pies. Dejó que le impregnara la piel y las fosas nasales. Supo que acentuaba su olor natural. Luego, fue depositarlo en su boca. Ese orificio de su cuerpo sirvió de vehículo para que esa energía que por momentos le recordaba el despertar de la Kundalini corriese por todo su cuerpo. El vino, una vez en un recipiente nuevo, escogió tomar forma de cáliz.
Tuesday, March 19, 2013
Reencuentro.
Decidió bajarse en Velázquez y caminar hasta su destino. Desde niña aprendió que las calles se transitan si es que quiere poseerse la ciudad. Los lugares carecen de relevancia si no son hurgados en la memoria por una sonrisa, un llanto, un intercambio de miradas, una nota que se deja en un parabrisas. La Castellana abría sus piernas como una mujer que invita a probarlo todo, abandonada a su propio placer, libre de entregar por sí misma, ajena a la búsqueda de satisfacción del otro. Los olores podrían guiarla si la vista faltaba. A la izquierda, olía a empatía de libros reunidos por afinidad en el predio señorial de la biblioteca; a la derecha, la masa recién horneada que se colaba por los enrejados y llamaba a voces a los transeúntes desde un lugar detenido en cristalería Art Nouveau. Entró a comer algo y supo que recordaría ese día por la luz mañanera que se filtraba por los cristales y dotaba a las palabras que viajaban en el aire con un significado cargado de colores y peso. Echó el panecillo a un lado y apuró el café con leche para echar a andar.
La hilera de personas para entrar al museo era corta. En media hora pudo inyectarse de trípticos e impresiones. Pero su prisa era Chagall, lo perseguía donde fuese. Entonces se sentaba frente a él y lo besaba en silencio. La recibió un derroche de lapislázuli colgando de una pared. No venía buscando esta escena, pero se le antojó embriagadora, a excepción de la espalda que ocupaba el banco donde debía sentarse y que rozó al hacerlo. Un rostro varonil giró con una expresión recriminatoria que con el reconocimiento comenzó a ceder terreno a la felicidad. Ahí estaban, uno frente al otro, tras 15 años de ausencia. Se repasaron con los ojos, sin guardar discresión. Un examen rápido reveló el paso del tiempo, canas, panza incipiente, libras donde reinaban los huesos. Y se regalaron la misma sonrisa de adolescentes. Por más que trataron, no lograron recordar cuándo se habían conocido o a través de quién. Él parecía incómodo, le molestaba no tener una cronología de una amistad que comenzaban a recuperar. Ella no reparaba en fechas. Lo único que había perdurado, era la lectura de poemas en aquel cuarto donde adoraban a Fayad y a Eliseo. Durante años volvía a los mismos libros porque sentía que la poesía era lo único vivo que los conectaba. Le preguntó por los poemas que escribía él mismo y una sombra de indiferencia mal fingida cubrió su rostro para contestarle-"Ya no escribo, esas son cosas del pasado".
Volvió a mirarla con otros ojos. Le gustaban las gráciles curvas que le habían dibujado sus treintas. "Te ves mejor llenita"-dijo sin poder aguantarse. Por un momento le pasó por la cabeza el viejo truco de invitarla a su casa y cocinarle, como tan a menudo hacía con ciertas "amigas". Lo descartó por completo con el sonrojo que le devolvió por sonrisa. Seguía siendo la misma y lo confirmó la invitación que le siguió.
-"De aquí salgo a tomar fotos de puertas para mi próxima serie. Ven y me cuentas qué pasa cuando se cierran"- le guiñó un ojo con ese salero que le salía por los poros sin premeditación.
Y comenzó la cronología al salir a la calle. Parecía entretenida conversando, pero cuando algún portón la llamaba, se detenía. De repente, cruzaba la calle y lo dejaba esperando en la acera, la conversación a medias. Él la miraba acariciar la cámara, medir a su antojo, saborear la imagen antes de tomarla y entonces disparar, solo para que otros viesen lo que ella había visto.
Cuando la luz natural del día comenzó a esconderse, guardó su cámara. Le pidió que la llevara a comer algo y pararon en el primer bar que encontraron en la plaza para comer un bocadillo. Hablaron hasta quitarse la sed. Era cómodo ese ir y venir de palabras llenas de significado porque no se medían. Eran ellos mismos, sin máscaras, sin segundas intenciones. La hizo reír con carcajadas que llamaban la atención del resto de los clientes. En una de esas le agarró la cara entre las manos y lo besó. Los ojos pasaron de la risa al asombro y se fueron achicando con la sensación de caída suave, amortiguada por el acomodo de las bocas que parecían conocerse igual que las palabras que proferían. Supo que quería quedarse ahí en esa sensación suave y húmeda que era besarlo. " Se besan, mamá" gritó un niño. La voz los separó momentáneamente y les recordó que vivían en un mundo donde la gente parecía esconderse de las demostraciones de afecto. Corrió al baño y se quedó ahí un rato. ¿Qué tal si había interpretado mal las señales y había metido la pata irremediablemente? Antes de volver a la barra, le pidió a un camarero un papel y un bolígrafo. De cierta forma creyó saber que si los llevaba ambos estarían a salvo. Tenía que hacer que volviese a sus orígenes. Él esperaba con la mirada clavada en el pasillo por el que había desaparecido. Al verla caminar hacía él, entreabrió sus piernas para adosarla a su cuerpo. "Escribe algo y te regalo mis mieles"-le susurró al oído.
Se lo llevó a su habitación sin esconder la prisa. De un tirón lanzó al piso lo que sobraba en la mesa y una vez despejada, colocó en ella la servilleta del bar y el bolígrafo del camarero. Le hizo sentar y esperó unos instantes. Cuando la espalda se inclinó, levantó su camisa y admiró su torso desnudo. Desabotonó su blusa y le clavó los pezones en la espalda. Vio claramente la extensión de su piel en esa otra que la recibía, temperatura, textura, alas afines. La respiración le trotaba en el cuello como potranca cautiva puesta en libertad. El bolígrafo corrió por la servilleta llenándola de tinta fecunda.
La hilera de personas para entrar al museo era corta. En media hora pudo inyectarse de trípticos e impresiones. Pero su prisa era Chagall, lo perseguía donde fuese. Entonces se sentaba frente a él y lo besaba en silencio. La recibió un derroche de lapislázuli colgando de una pared. No venía buscando esta escena, pero se le antojó embriagadora, a excepción de la espalda que ocupaba el banco donde debía sentarse y que rozó al hacerlo. Un rostro varonil giró con una expresión recriminatoria que con el reconocimiento comenzó a ceder terreno a la felicidad. Ahí estaban, uno frente al otro, tras 15 años de ausencia. Se repasaron con los ojos, sin guardar discresión. Un examen rápido reveló el paso del tiempo, canas, panza incipiente, libras donde reinaban los huesos. Y se regalaron la misma sonrisa de adolescentes. Por más que trataron, no lograron recordar cuándo se habían conocido o a través de quién. Él parecía incómodo, le molestaba no tener una cronología de una amistad que comenzaban a recuperar. Ella no reparaba en fechas. Lo único que había perdurado, era la lectura de poemas en aquel cuarto donde adoraban a Fayad y a Eliseo. Durante años volvía a los mismos libros porque sentía que la poesía era lo único vivo que los conectaba. Le preguntó por los poemas que escribía él mismo y una sombra de indiferencia mal fingida cubrió su rostro para contestarle-"Ya no escribo, esas son cosas del pasado".
Volvió a mirarla con otros ojos. Le gustaban las gráciles curvas que le habían dibujado sus treintas. "Te ves mejor llenita"-dijo sin poder aguantarse. Por un momento le pasó por la cabeza el viejo truco de invitarla a su casa y cocinarle, como tan a menudo hacía con ciertas "amigas". Lo descartó por completo con el sonrojo que le devolvió por sonrisa. Seguía siendo la misma y lo confirmó la invitación que le siguió.
-"De aquí salgo a tomar fotos de puertas para mi próxima serie. Ven y me cuentas qué pasa cuando se cierran"- le guiñó un ojo con ese salero que le salía por los poros sin premeditación.
Y comenzó la cronología al salir a la calle. Parecía entretenida conversando, pero cuando algún portón la llamaba, se detenía. De repente, cruzaba la calle y lo dejaba esperando en la acera, la conversación a medias. Él la miraba acariciar la cámara, medir a su antojo, saborear la imagen antes de tomarla y entonces disparar, solo para que otros viesen lo que ella había visto.
Cuando la luz natural del día comenzó a esconderse, guardó su cámara. Le pidió que la llevara a comer algo y pararon en el primer bar que encontraron en la plaza para comer un bocadillo. Hablaron hasta quitarse la sed. Era cómodo ese ir y venir de palabras llenas de significado porque no se medían. Eran ellos mismos, sin máscaras, sin segundas intenciones. La hizo reír con carcajadas que llamaban la atención del resto de los clientes. En una de esas le agarró la cara entre las manos y lo besó. Los ojos pasaron de la risa al asombro y se fueron achicando con la sensación de caída suave, amortiguada por el acomodo de las bocas que parecían conocerse igual que las palabras que proferían. Supo que quería quedarse ahí en esa sensación suave y húmeda que era besarlo. " Se besan, mamá" gritó un niño. La voz los separó momentáneamente y les recordó que vivían en un mundo donde la gente parecía esconderse de las demostraciones de afecto. Corrió al baño y se quedó ahí un rato. ¿Qué tal si había interpretado mal las señales y había metido la pata irremediablemente? Antes de volver a la barra, le pidió a un camarero un papel y un bolígrafo. De cierta forma creyó saber que si los llevaba ambos estarían a salvo. Tenía que hacer que volviese a sus orígenes. Él esperaba con la mirada clavada en el pasillo por el que había desaparecido. Al verla caminar hacía él, entreabrió sus piernas para adosarla a su cuerpo. "Escribe algo y te regalo mis mieles"-le susurró al oído.
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