Saturday, December 17, 2011

Mediodía eterno.

   Lo esperaba sentada en un parqueo. A alguien se le había ocurrido poner una mesa de picnic y dos bancos para hacer una experiencia diferente los escasos treinta minutos de almuerzo, mas se le antojaba espantoso. La insípidez de los edificios le quitaba la vista a los árboles que plantados en la avenida hubiesen podido dar el efecto de café parisino de Montparnasse. Finalmente, el clima le permitía ponerse medias y peto a cuadros estilo colegial. Esperaba este momento hacía meses. A él le fascinaba su manera de vestir y miles de veces imaginó las palabras que le diría al verla en prendas otoñales. La vestimenta le otorgaba un aire juvenil que iba con las mariposas en el estómago. La conocía bien. Sabía que en ese momento le sudaban las manos, hablaba alto y reía sin parar. Tras varios meses, aún sentían la inocencia y frescura de los primeros días. El juego les devolvía la virginidad que parecía habitar sólo los comienzos.  Cerraban los ojos y dejaban que el instinto les dijese qué hacer con las bocas, con las manos. Dejaban que la música de fondo guiara sus cuerpos.
  Esperó cerca de media hora. Esa semana no había sido buena. No sabía si eran los efectos del síndrome premenstrual. A veces se llamaba a la cordura y se reprochaba actuar como una niña consentida y comprendía su agenda llena de compromisos que detestaba porque le restaban la atención que le pedía. Pero en estos días no quería ser razonable. Quería tenerlo, abrazarlo. Pensaba que se merecía ese momento de paz que sólo él le arrancaba del cuerpo cuando tras dejarla sin aliento le contaba su vida recreando lo ínfimo o excelso. Le mandó una foto de sus piernas. Esperó una respuesta que tardó en llegar dos largos minutos. Venía con toda la carga emocional que ella esperaba. De algún modo siempre encontraba la palabra precisa para abrirle la puerta. Escuchaba la copia del disco con piezas clásicas que le había hecho. Hacía una semana conducía de regreso a casa cuando tuvo una experiencia casi mística adornada por violines que sutilmente revelaron su erotismo. En un momento detuvo su coche y lo llamó para aunque sea, a través del teléfono, compartir ese delirio que le quemaba por dentro. Ensimismada recordando, no le sintió llegar. Le dió un beso sin pretensión, mecánico.Besar en público no era su fuerte. A mitad del camino paró a enviar un proyecto, al menos fue frente al mar. Le quedó toda la vista para ella sola. Necesitaba esa complicidad silenciosa que la natura le regalaba a su ingenio.

Al llegar, dibujó círculos con el incienso. Creía que los círculos representaban vínculos indisolubles. Sin punto de partida o final, los círculos reafirmaban la sentencia del cantautor" El amor nunca muere, sólo cambia de lugar". Y ese era su lugar, su momento. "En el momento del ascenso, nos sostendrán"- le dijo. La calló con un beso que duró una eternidad. Su boca era de hombre joven, sin vicios, aún cuando sus canas contradijesen el sabor. Sintiendo el calor de los cuerpos se trazaron mapas en sus dermis.Los cambios de tonalidad le daban un aire de actividad humana a toda esa cartografía.El parecía deleitarse. A diferencia de los últimos encuentros, la saboreaba sin límites. Con ese andar de sus dedos como queriendo explorar su geografía en toda su gama de accidentes besó sus pezones, se echó con todo su peso sobre sus caderas y sintió su respiración elevarle a un punto distante de la tierra. Le besó el vientre que como un valle sorprendido por el viento acogía sus caricias inquieto. Se supo incapaz de contener el flujo. Comenzaba el recorrido de afluentes que confluían en una zona que desbordaba el caudal de sus deseos.  Lo tendió sobre su espalda con fuerzas que jamás creyó imaginar suyas y le pidió que rasgara el maldito himen de la ausencia una vez más.  La sacudida fue violenta. Se arrancaron la piel dejando el alma flotar entre unas circunferencias que se ensanchaban para dar cabida a cuanta mujer y cuanto hombre había amado desde el inicio de los tiempos  Ella se creía sola, así de fácil convergían sus físicos. Perdida en la intensidad de movimientos casi telúricos alcanzaba la plenitud cuando una explosión que parecía salir de los confines de la tierra le dijo que no lo estaba. Abrió los ojos y alcanzó a archivar la expresión de su  rostro en la iconografía del amor carnal. Mirándose en reposo sintieron el eterno retorno. Volvían a saberse el uno-para-siempre de Parménides.   
  Lo bañó y secó con ternura. Aplacada la lujuria, actuaba embelesada por un amor con matiz proteccionista. Lo llamó frente al espejo. Sus interiores eran blancos y sus bragas eran negras. Corrió a buscar su cámara y retrató los torsos de frente y el contraste de los pedazos de tela que cubrían sus genitales. Lo dejó vistiéndose y fue a ponerse maquillaje. Con el rabillo del ojo violaba su momento de privacidad. Se sentaba como un niño y disfrutaba su rutina de sacudirse bien los pies antes de ponerse calcetines. Al darse la vuelta lo encontró de rodillas por el suelo. Con cara de triunfo se incorporó blandiendo el arete que había salido despedido en algún momento. La ayudó a ponérselo y  se sentó a verla vestirse.  Le gustaba revisar  su cuerpo a medida que ella incorporaba prendas de ropa. Elegantemente pasaba de la desnudez a los tejidos que la engalanaban para las calles de la ciudad.

 Pasaron a comer por el establecimiento de siempre. Volvían porque era su refugio, pequeño, privado. Volvían por si se les antojaba besarse en la mesa que apartaban para ellos  y porque aún creían poder sobornar a la dueña para que les diera la receta del pescado que tanto disfrutaban. También, porque en esa mesa recordaban aquella tarde que se conocieron y ella le pidió que le dibujase un conejo blanco con leontina. Lo había dejado solo unos minutos para pedirse un té y al regresar encontró unas líneas delicadas y firmes en una servilleta esbozando lo que sería el principio de su gran aventura.

Friday, December 9, 2011

Implicados.

     El reloj en la pared de la estación no marcaba las ocho de la mañana cuando llegó. Un manojo de gente se apiñaban en el patio de donde salían los autobuses. Adentro, los viajeros comían algo antes de salir. Se hizo de un café con leche y porras porque la tensión matutina y el miedo a la tardanza ya habían pasado y se sentó a leer su libro hasta que anunciaran la salida. Escogió la mesa más apartada evadiendo miradas y comentarios superficiales que lanza un viajero a un posible compañero de trayecto. En un descanso, alzó la vista y lo vió. Sus ojos absortos en la página de un libro eran la señal que esperaba. Le comieron las ganas por saber que leía y en su mente asomó una breve semblanza del hombre al otro lado del bullicio e inmune al mismo.  Repasó sus últimos amoríos. Todos habían entrado a su mundo con el regalo de un libro. Ese había sido su recurso infalible.
      El altoparlante interrumpió la madeja de recuerdos que la habían poseído y no eran sino uno de sus tantos viajes a un pasado distante, hermoso y triste, renegado a vivir en los vericuetos del pensamiento. Esperó que el resto de los pasajeros se trasladaran al patio y terminó su desayuno en calma. Saliendo al patio arrancó un par de flores silvestres y adornó los lóbulos de sus orejas que iban libres apuntando un olvido ocasional.  Con desgano se acercó al final de la línea. Al abordar, un breve repaso con la vista la condenó a un asiento ocupado por un libro. Esperó por un par de segundos dudando si ponerlo encima de la mochila en el sitio contiguo.  "Ya lo desocupo"-le dijo. Con una sonrisa tímida, el lector se hizo paso y sostuvo el libro entre sus manos. La contracubierta habló por sí misma y sintió que empezaba un viaje sin retorno.
    Emprendida la marcha abrieron sus libros. Una hojeada mutua confirmó las sospechas. Resaltaban frases en las páginas para ser retomadas en lecturas futuras. Seis horas hasta el destino fueron suficientes. En aquel autobús lleno de gente con acento castizo, el mundo parecía reducirse a dos extranjeros que leían a un argentino y retomaban su prosa. Hablaban el mismo idioma. En el parador le perdió de vista. Al subir al coche, encontró dos minúsculas flores en su asiento. " Las otras se ven marchitas y estos no son tiempos de muertos"- le espetó. Se sacó los despojos del cuerpo, no sin antes colocarle un pedazo de vida en sus manos. Sintió sus yemas rozar su cuello. Con sutileza, la savia nueva penetró en su piel. Atrás quedaba un paisaje árido. Pasando un túnel, los recibieron unas montañas verdes revelando la suspensión del pasado.  En estado puro, su cabeza fue a parar a su hombro y hablaron de su primer hijo.

Monday, December 5, 2011

De cumpleaños.

Pequeña niña en mi cama a las cuatro de la mañana recordándome mi cumpleaños. Que no, que faltan cuatro horas para mi nacimiento, ven que te acurruco- le digo. Ha comenzado como un día normal, salvo que este hombre me despierta gritando "Flaca" porque me he tirado de la cama a colar un café aún medio dormida y no he respondido a sus " buenos amores, mi día". Alisto a mi menina y como de costumbre salimos tarde. Hoy tengo una buena excusa para haberme quedado un rato jugando con ella y haber reído recordando el nombre tan tonto que se me ocurrió para el conejo. Reímos con carcajadas estruendosas que la gente no puede imaginar que salgan de cuerpos tan diminutos. La dejo en el cole y me despide con  otro saludo, esta vez en una mezcla de voces anglosajonas  y castellanas  " Happy Birthday, Mamá". La veo caminar alejándose y me dan ganas de llevármela y pasar el día juntas en esas jornadas de "girls" que ella y yo nos montamos. Pero nada,  me vence la cordura porque han planificado una revisión para todo lo que tiene que ver con mi trabajo y de todos los días del año se les ha ocurrido hacerla hoy.
Mi móvil no ha parado en todo el día. Facebook se encarga de recordarles a los más y menos allegados que es mi día y comienzan a llover los mensajes, tarjetitas, canciones que te dedican. También, los que no están en las redes sociales. Me llegan mensajes de todas partes del mundo donde están dispersos mis amigos, hasta desde China me han escrito.  Agradezco a la tecnología por esos viajes transatlánticos del espíritu.  Mi mejor amigo ha hecho un montaje fabuloso de fotos mías y de mi menina y les ha puesto de fondo una de mis canciones favoritas. Me invaden las ganas de darle un abrazo entre libros como en nuestro último encuentro en aquel portal devenido en librería frente al Carmelo. Aún me falta hablar con mis padres. Iba conduciendo y recordé mi primer cumpleaños aquí sin ellos. Soy llorona y los ojos se me empañan pensando en cada uno de mis días al lado de ellos. Cada año jugábamos a la mal fingida sorpresa. Mi madre sabía que husmeaba y escondía mis regalos en los lugares menos pensados. Casi siempre, un mes antes encontraba mi regalo, lo envolvía rápido en la bolsa para no recordar muchos detalles y así sorprenderme cuando me lo dieran. Soy ansiosa, no sé esperar por las cosas. Denme un libro y leeré el último párrafo antes de abrir la primera página. También he recordado a mi padre en mi cumpleaños veinticinco cantándome" Las Mañanitas" más alto que los del trío. ¡Es hermoso ese hombre! Dice mi madre que el día que yo nací, mi padre perdió el sentido. Y recordando la gran sabiduría de mi madre recuerdo que ya he caído en esos años que ella define como la mejor etapa de la mujer. Escuché eso desde los veinte pero hasta hace poco no he entendido el verdadero sentido de tal afirmación. Algunas de mis amigas se rindieron al pánico con la llegada de los treinta. En una sociedad en donde constantemente se exalta el culto a la eterna juventud a cualquier costo, cumplir años puede resultar atronador. He llegado y he vivido. Mi vida ha estado colmada de momentos de gran felicidad y de lastimosas decepciones. Cada vivencia ha dejado una cicatriz en mi piel y una gran enseñanza.
He llegado tarde a casa. Como cada día me siento con mi hija a revisar sus cuadernos. Baila para mí. Para mañana queda mi rutina de ejercicios, hoy no hay tiempo sino para amar. He preparado un pescado mezclando especias y azúcar morena. Tendré que recordar las porciones. Quedó estupendo. Con la niña en cama es la hora de los adultos que celebran la vida cada día. Nada de hacer planes. Viene tal como es, con el toque de autenticidad que nos hace universales y únicos. Un poco de inteligencia emocional me basta para mi día. Y me voy a la cama con la sonrisa de estos años que me han traído la armonía sin par de ser mujer y madre.