Sunday, September 29, 2013

Diecinueve años.

   Mi romance con Antoni comenzó en el verano del '94.  Yo era joven y novata; él, contaba con unos años en su haber. Entiéndase por esto que lo que yo empezaba a ver, él ya había disfrutado y manejado a su antojo con derroche de imaginación.
   La incitación inicial vino de la mano de mi hermana. Tras un viaje de dos meses, se me apareció en casa con unas fotos que lo mostraban en todo el apogeo del verano barcelonés. Nuestras infancias eran semejantes: baños de mar y contemplación a borbotones, largas horas de luz, imágenes oníricas más allá de las líneas de los arcos góticos, como si buscaran rayar con el misticismo oriental. Comencé a soñarle como se sueña algo distante, con el sabor de la anticipación y con premura.
   El primer encuentro tardó. No era fácil para Antoni hacer ese viaje y tuvo que esperar que fuese yo la que cruzara el Atlántico. Para mí tampoco fue fácil, así que pasó el tiempo. Debo confesar que por momentos lo olvidé. Una es joven y la dinámica de la vida moderna presenta opciones atrayentes por doquier. En par de ocasiones estuve en la península, pero no me sentí con fuerzas para verlo. Podría parecerle cobarde si le dijese, pero una mujer sabe cuál es su mejor momento. Para ese entonces ya había visto un poco más. Algunos fueron frescos, otros tóxicos, mas había llegado al punto en que se tienen elementos para valorar sin hacer comparaciones simples.
   Y volvió el verano. Barna me recibió con una luminosidad que ya conocía. Andaba sus calles con comodidad, como si las hubiese recorrido mucho antes. La rambla era como la de mi villa y desembocaba en el puerto. A ambos lados, árboles plantados por manos que ya no estaban y chaflanes que coloreaban las fachadas. Recuerdo aquel lunes como si fuese hoy. Dijo alguna vez la voz de un poeta algo sobre la eternidad y un lunes. No era lo que tenía en mente. Nos habíamos preparado hasta gastar las palabras para dejar que los sentidos hiciesen su parte."¿Dónde radica el asombro?"- le pregunté al tenerle enfrente. Las columnas se apoyaban en la claridad del mediodía y yo trepé. Comenzaba la búsqueda. Pedazo a pedazo juntaba las piezas de mi trencadís. Armonía en la mezcla de tonalidades. Mientras más me alejaba del suelo, mejor le escuchaba. A mayor empinación, mayor temperatura. ¿No desafíaba eso lo que conocía hasta entonces? Iba Antoni penetrándome y me llenaba de claridad, hasta que estuvo todo visible. Yo sonreía y me transfiguraba.
    Mi romance con Antoni sigue por estos días. Vuelvo a sus fotos, las de hace casi veinte años y las recientes, tomadas por mí. Cuando regreso a verle, hay siempre algo nuevo: la intensidad de la luz, el olor a salitre que le baña los poros, las aves que migran, alguna marca del tiempo. Lo que no envejece es la invitación, desde aquel primer verano.

Monday, June 24, 2013

Usted.

 De vez en cuando me enamoras, sólo de vez en cuando. Lo primero, fue parar en aquella ciudad con cuerpo de agua adyacente que con todo su pasado irlandés y las nubes del día, vino a recordarme el baño de luz de nuestros orígenes, el lugar donde empezamos a amarnos sin siquiera toparnos. Me he quedado parada en el tiempo, como nuestra villa. Sigo viendo lo que nos hizo quiénes somos. Pero tú hablas  de futuro y la promesa del año fue el monte, ese lugar que es tu conquista.
    La cabaña bullía en el punto más alto. A un lado, se alineaba una familia de coníferas, al otro el despeñadero y muy a lo lejos, la línea que nos condujo a nuestro retiro. Apenas nos hubo abandonado el ruido mundano de la ciudad, escuchamos una sinfonía natural. Cambiamos bocinas por cantos de aves, neumáticos por pisadas de ciervos, moles de concreto por sierra. Te besé largamente en el umbral. Y ese primer día oficial de primavera, con el cierre de la puerta, comenzó a nevar. Supe que mientras durara, sólo tendríamos nuestros sentidos.
No hay rabia, no hay prisa, el clima nos ha bendecido.  Hueles a hogar, a  vino descorchado, a resina de árbol, a espíritu libre. Dejo a mi boca hacer, con esos modos suyos de pasearse por tu cuerpo. Saco tu ropa, tejido y más tejido. ¿Nunca va a acabar? Al fin tu piel. Eres la temperatura del brasero. Crepitas al tacto. Peregrino. Salivo. Algo se cuece en mi estufa. De vez en cuando un vergajazo en mi lengua y me corres entre las piernas. Entonces, me bebes. Ya no sé quién es deidad y dónde culmina la ofrenda.
"Ven y acuéstateme encima. Deja que tu peso me traspase"-imploro.
 Mis piernas trepan. Te hago factible tus instintos antropófagos. Es tan fácil el ascenso contigo. La cima llega  cuando apagas la reproductora. Te gusta el silencio para escuchar la tonada entre mis resollos y descubrir mi rostro. No cierras los ojos, me clavas la mirada. Es tu culto a lo femenino. Todo empieza y termina en mi.
¿Quién sabe cómo amanecerá mañana?  No es mi espíritu el del nómada. Sigue tú siendo lumbre primaria. Dicta la rumba de mis calderos.

Wednesday, May 8, 2013

Sin trajes.

Siempre descolgaba un traje a la vez y quedaba una percha vacía. Los cambios se sucedían, una, dos, tres veces al día. Siempre la misma condición: al abandonar el cuerpo, donde coqueteaban con su ánima, volverían al armario a mezclarse unos con otros y lograr cierto equilibrio. La felicidad llegaba entre cambios. Todas las perchas tenían algo que lucir y ella, desnuda, se volvía espejo. El hombre venía y se le plantaba delante. No buscaba su reflejo, más bien las manchas.  En ocasiones, penetraba lentamente, como quien escudriña un cuadro; otras, con prisa, sin miedo a que estallara en mil pedazos. Al final, no encontraba defecto alguno. Entonces, de los ojos, les brotaba una luz reflejada de una mujer y un hombre, desnudos.

Tuesday, April 23, 2013

Las uvas del tiempo.

 Apenas recordaba la primera cosecha. La memoria tenía sus antojos y le había otorgado una insipidez permanente a un vino que ni le raspó la garganta, ni le endulzó los sentidos. O quizás fuese el tiempo que con sus mañas de connoiseur deliberadamente la libraba de memorias intrascendentales.
Lo primero, fue aprender de uvas. En un inicio las apuraba hacia su boca como si cada campanada del reloj le cortara un poco de vida. La acumulación repentina hacía que en ocasiones perdiese la habilidad de distinguir textura y  aroma. Ese proceso causaba un desbalance desastroso de los azúcares y ácidos cambiando para siempre el resultado de la cosecha. Al tiempo, comprendió que muchas uvas se vendían solas.  Por una u otra razón se habían hecho de un nombre y vivían gritando los atributos que les habían conferido habitar ciertos terrenos. Tanta vanidad les hacía olvidar las cepas viejas que iban trepando y ahogándolas silenciosamente ajenas a las voces que solo escuchaban ellas mismas.
Al sostener la botella sintió la diferencia de las uvas. Era esta una cosecha que no buscaba impresionar a primera vista. El espíritu que ocupaba la vasija sabía que una sibarita no hacía juicios rápidos. Así que cuando lo dejaron salir a airear, se limitó a contener sus explosiones narcisistas. El prensado comenzó con crónicas del mundo que ella le abría poco a poco y que eran la voz  que él quería predominase. Cuando contaba sin reparos, el aire se tornaba afrutado. Asimismo, sentía que esa figura a simple vista frágil, era un roble que podía darle cuerpo. Unas cuantas historias después empezó a derramársele bajo la falda y entre las dos piernas. Las manchas de vino aparecían a cualquier hora y se resistían a la aplicación de sal para intentar desprenderlas.
Con la primera cata, comprobó la excelsitud de una cosecha que ya había imaginado entre sus manos y bajo sus pies. Dejó que le impregnara la piel y las fosas nasales. Supo que acentuaba su olor natural. Luego, fue depositarlo en su boca. Ese orificio de su cuerpo sirvió de vehículo para que esa energía que por momentos le recordaba el despertar de la Kundalini corriese por todo su cuerpo. El vino, una vez en un recipiente nuevo, escogió tomar  forma de cáliz.

Tuesday, March 19, 2013

Reencuentro.

      Decidió bajarse en Velázquez y caminar hasta su destino. Desde niña aprendió que las calles se transitan si es que quiere poseerse la ciudad. Los lugares carecen de relevancia si no son hurgados en la memoria por una sonrisa, un llanto, un intercambio de miradas, una nota que se deja en un parabrisas. La Castellana  abría sus piernas como una mujer que invita a probarlo todo, abandonada a su propio placer, libre de entregar por sí misma, ajena a la búsqueda de satisfacción del otro.   Los olores podrían guiarla si la vista faltaba. A la izquierda, olía a empatía de libros reunidos por afinidad en el predio señorial de la biblioteca; a la derecha,  la masa recién horneada que se colaba por los enrejados y llamaba a voces a los transeúntes desde un lugar detenido en cristalería Art Nouveau.  Entró a comer algo y supo que recordaría ese día por la luz mañanera que se filtraba por los cristales y dotaba a las palabras que viajaban en el aire con un significado cargado de colores y peso. Echó el panecillo a un lado y apuró el café con leche para echar a andar.
La hilera de personas para entrar al museo era corta. En media hora pudo inyectarse de trípticos e impresiones. Pero su prisa era Chagall, lo perseguía donde fuese. Entonces se sentaba frente  a él y lo besaba en silencio. La recibió un derroche de lapislázuli colgando de una pared. No venía buscando esta escena, pero se le antojó embriagadora, a excepción de la espalda que ocupaba el banco donde debía sentarse y que rozó al hacerlo. Un rostro varonil giró con una expresión recriminatoria que con el reconocimiento comenzó a ceder terreno a la felicidad. Ahí estaban, uno frente al otro, tras 15 años de ausencia. Se repasaron con los ojos, sin guardar discresión. Un examen rápido reveló el paso del tiempo, canas, panza incipiente, libras donde reinaban los huesos. Y se regalaron la misma sonrisa de adolescentes. Por más que trataron, no lograron recordar cuándo se habían conocido o a través de quién. Él parecía incómodo, le molestaba no tener una cronología de una amistad que comenzaban a recuperar. Ella no reparaba en fechas. Lo único que había perdurado, era la lectura de poemas en aquel cuarto donde adoraban a Fayad y a Eliseo. Durante años volvía a los mismos libros porque sentía que la poesía era lo único vivo que los conectaba. Le preguntó por los poemas que escribía él mismo y una sombra de indiferencia mal fingida cubrió su rostro  para contestarle-"Ya no escribo, esas son cosas del pasado".
Volvió a mirarla con otros ojos. Le gustaban las gráciles curvas que le habían dibujado sus treintas. "Te ves mejor llenita"-dijo sin poder aguantarse. Por un momento le pasó por la cabeza el viejo truco de invitarla a su casa y cocinarle, como tan a menudo hacía con ciertas "amigas". Lo descartó por completo con el sonrojo que le devolvió por sonrisa. Seguía siendo la misma y lo confirmó la invitación que le siguió.
-"De aquí salgo a tomar fotos de puertas para mi próxima serie. Ven y me cuentas qué pasa cuando se cierran"- le guiñó un ojo con ese salero que le salía por los poros sin premeditación.
Y comenzó la cronología al salir a la calle. Parecía entretenida conversando, pero cuando algún portón la llamaba, se detenía. De repente, cruzaba la calle y lo dejaba esperando en la acera, la conversación a medias. Él la miraba acariciar la cámara, medir a su antojo, saborear la imagen antes de tomarla y entonces disparar, solo para que otros viesen lo que ella había visto. 
Cuando la luz natural del día comenzó a esconderse, guardó su cámara. Le pidió que la llevara a comer algo y pararon en el primer bar que encontraron en  la plaza para comer un bocadillo. Hablaron hasta quitarse la sed. Era cómodo ese ir y venir de palabras llenas de significado porque no se medían. Eran ellos mismos, sin máscaras, sin segundas intenciones. La hizo reír con carcajadas que llamaban la atención del resto de los clientes. En una de esas le agarró la cara entre las manos y lo besó. Los ojos pasaron de la risa al asombro y se fueron achicando con la sensación de caída suave, amortiguada por el acomodo de las bocas que parecían conocerse igual que las palabras que proferían. Supo que quería quedarse ahí en esa sensación suave y húmeda que era besarlo. " Se besan, mamá" gritó un niño. La voz los separó momentáneamente y les recordó que vivían en un mundo donde la gente parecía esconderse de las demostraciones de afecto. Corrió al baño y se quedó ahí un rato. ¿Qué tal si había interpretado mal las señales y había metido la pata irremediablemente? Antes de volver a la barra, le pidió a un camarero un papel y un bolígrafo. De cierta forma creyó saber que si los llevaba ambos estarían a salvo. Tenía que hacer que volviese a sus orígenes. Él esperaba con la mirada clavada en el pasillo por el que había desaparecido. Al verla caminar hacía él, entreabrió sus piernas para adosarla a su cuerpo. "Escribe algo y te regalo mis mieles"-le susurró al oído.
Se lo llevó a su habitación sin esconder la prisa. De un tirón lanzó al piso lo que sobraba en la mesa y una vez despejada, colocó en ella la servilleta del bar y el bolígrafo del camarero. Le hizo sentar y esperó unos instantes. Cuando la espalda se inclinó, levantó su camisa y admiró su torso desnudo. Desabotonó su blusa y le clavó los pezones en la espalda. Vio claramente la extensión de su piel en esa otra que la recibía, temperatura, textura, alas afines.  La respiración le trotaba en el cuello como potranca  cautiva puesta en libertad.  El bolígrafo corrió por la servilleta llenándola de tinta fecunda.














Wednesday, January 30, 2013

Cuisine.

     "El amor entra por la cocina"-repetía mi abuela y yo me repetía que se quería mucho a sí misma porque mientras ella engordaba, mi abuelo se mantenía delgadito con todos los manjares que le cocían. A estas alturas me doy cuenta que heredé los genes de abuelote porque mis ingestas no hacen que Sancho llegue a mí. A veces creo que se me acumularán las libras y saldrán de un tirón después de los 40. Llevo tiempo esperando la redondez que mi madre me ha anunciado para esa edad.
    No fue sino hasta que te conocí que supe que me había llegado la hora de recurrir al arte culinario de mi abuela. Mis años de bachillerato en un internado, me eximieron de la cocina los fines de semana que iba a casa. Me sentaba en la mesa de la cocina de abuela y la veía medir con cucharas, tazas, cuidando con precisión seguir al pie de la letra su libro de cocina. No importaba que fuese la centésima vez que la preparaba , siempre volvía a releer los ingredientes y "las porciones que no hay que descuidar"- decía.  A mí siempre me tocaba la parte pesada, pelar los ajos, machacarlos, lavar el arroz, sacarle las piedritas a los frijoles, todo para que la niña no se hiciese daño. No soy bitonga de puro milagro. Creo que se le quedó en la mente el día que siendo muy niña me llevé la yema del dedo cortando las pellas del cerdo para hacer chicharrones. Nieta de médico, me quedé sin puntos "porque eso no es necesario y no se va al hospital por gusto". Así que abuela me puso azúcar hasta que dejé de sangrar y me vendaron el dedo y voilá. Pero claro, hasta ahí llegó la incursión en la elaboración de alimentos.
  Aquella primera tarde que fui a tu casa, comenté al azar que yo solo sabía hacer spaghetti y tu respuesta alentadora fue: " Pues en esta casa el spaghetti lo hago yo". La máxima de la viejita me golpeó la cara con todo el olor de sus guisos y comenzó la etapa de hacer de la cocina mi universo mágico. Comencé a juntar las recetas de mi lado catalán y gallego y hasta me hice del libro de Simone Ortega para alternar los platillos según la temporada. Después de eso, se me antojó el cantero. Al principio no entendías mi demencia, hasta que comprobaste la diferencia de los alimentos con vegetales, verduras y hierbas recién cortados. Esa frase desafiante no te iba a salir barata. Lo próximo fue mandarte a buscar cencerros. Creo que largaste los pies  buscando campanitas para colgar del techo. Cada toque llevaba un mensaje. El del sur de Francia, te pedía que me sirvieses una copa de vino; el de Sant Andreu, que me trajeses las hierbas provenzales; el de Galicia, que vinieses a comer. Te pagué bien tu esfuerzo. Comenzaron a lloverte escalivadas, alubias fritas, papas a la gallega y para los días de frío un caldo gallego que hacía las delicias de mi noche porque debajo de mis sábanas me montaba un toro con fuerzas.
A diferencia de mi abuela, me salto las porciones. Cuando te cocino, pierdo la medida de todo. Voy cantando y añadiendo los ingredientes a mi antojo. Soy archienemiga del orden. Salto de un lado a otro de la cocina. Si preparo pescado, le susurro al animal tu nombre por las agallas. Se ruboriza y se quita hasta las escamas. Para el ossobuco con hongos, dejo los champiñones nadar un rato en el vino y pongo a pochar la cebolla mientras masajeo los trozos de carne. ¡Cuán tiernos se abren al contacto con mis dedos! Me siento a verte comer y me beso las manos.
Pero nada se compara a esas tardes de sábado en que preparas salsa para la pasta. Me tocas una primera campana para que te sirva el vino; a la segunda, sé que me toca salir a buscar la albahaca, y la tercera es para que me siente a la mesa. Entonces, me sirves con gracia. Tu sazón salta hasta mis fosas nasales y me levanta en peso. Cierro los ojos y te siento. Tú si sabes de porciones, de temperatura, de punto de cocción. Carne y hueso que se rinde, lo ablandas y te acoge tibio, a la espera de su salsa.

Friday, January 18, 2013

Alba, limpia, tuya.

         Ya hacía un rato esa tarde que te me aparecías en  las páginas de Onetti, cuando entraste con un sol en el rostro. Sin esperar mucho me soltaste: " Te llevo en tren de madera". Esa frase me sonó a promesa de novio de 6 años y me dejó como niña que descubre la oreja del conejo asomando por el sombrero del mago.
        A la mañana siguiente, me haces embutir una mochila con vino, aceitunas, algo de pan  y fuet.
 Si no nos decantáramos tanto por los eventos culturales de la ciudad, llevaríamos vida provinciana.  Pasan ante nuestros ojos reses que pastan, sierra nacida de la tierra, árboles pretenciosos que quieren presentarse ante Dios. Solo leemos las escrituras del principio a través de la ventanilla. Contemplamos absortos. De vez en cuando cruzamos una mirada fugaz, feliz, una fotografía. Entonces volvemos al ritual de limpieza espiritual. Es como lo describió el anciano unos días antes. El tren avanza perdido entre el derroche de verde con el espacio justo para la línea por la cual escala.¿ A qué más? Nos sentimos pequeños en medio de esa totalidad y la madera que nos transporta regresa al lugar de donde salió.
     De repente me asusta la ausencia blanca en las ramas. No es lo que me has prometido. Me dijiste que por unas horas me harías dueña de copos caídos. Casi ves la decepción en mis ojos. ¿Será que tanto calor ha subyugado la helada? En la última cuesta nos corren el telón y aparece tal como me has definido: alba, limpia, tuya. Al bajar los escalones nos recibe. Hacemos lo que nos correspondía hace tiempo y se atascó. Encontramos un espacio bajo los árboles para hablarnos, comer,  regalarnos una cita. Me empeño en tomar agua del riachuelo y hago correr tu nombre junto al agua.  Hasta que el cielo rojo de la tarde nos despide con un susurro -" Ahora vayan a casa y háganse el uno al otro".
   El vagón es preludio. Me saco las medias mojadas y acerco mis pies a tu entrepierna. Media un silencio cómplice, incitante. Ladeo la cabeza y acerco el índice a la comisura. Lo humedezco y recreo tu anatomía en mis labios. Llega un alud que desprende gargantas, miembros. Mi cabello te nieva encima, acaricia tu rostro, lo sostiene entre sus palmas. Una caída de ojos y mi cuerpo te cubre, albo, limpio, tuyo.






    

Tuesday, January 8, 2013

El viaje.

     No era un lugar más de Castilla-La Mancha. Te había pedido innumerables veces que me llevaras a ver los cuadros de El Greco y caminar por la judería. Se me antojaba otro de esos lugares en los cuales la historia no contada en libros entra por los poros y los personajes trotan junto a tu flujo sanguíneo. Un enclave de callejones que al abrir  sus puertas desvelan salones con bombillas cuentacuentos.
   La ilusion se me aguó la noche anterior con uno de mis arranques de ego, ese monstruo que nos come indistintamente de vez en cuando. ¿Cómo se te ocurre dejar de ver algo que te he puesto delante y atender otras cosas? Dice una vieja leyenda que las mujeres como yo vivimos los momentos de felicidad intensamente para saturarnos y recurrir a los residuos cuando hay  estancamiento. Pero aunque sepa que pasa, hay días que no encuentro la miga que tan bien guardé. Sabes llevarme a los extremos, conoces demasiado bien ese punto en que los muros del silencio caen con toda su fuerza sobre mí aplastando cualquier sentimiento nocivo. Así, que cambiaste el tren por el coche. Sabías que el andén me enamoraría, que una ventanilla distinta me haría ver demasiado pronto y perdería la parábola, que el niño en el asiento frente al mío me haría sonreir invariablemente y giraría a pedirte una escalera de hijos. Subí al coche sin hablarte y eso me perforó durante todo el camino. La sequía de la tierra no ayudaba, más bien me echaba en cara la arbitrariedad de mi puesta.
    Al llegar hiciste una parada temporal en la Plaza de Zocodover. Olía a viaje, a tierra para ser pisada y dejar huellas, a voz esparcida en el aire reinventando el eco. Y el eco de los miles de actos de fe de la plaza fue testigo del exorcismo.  Al salir del estacionamiento subterráneo, las campanadas de la iglesia marcaron la hora de echar a andar. Anduvimos sin rumbo, dejando que nuestros ojos guiaran los pasos hasta la torre del reloj bajo la cual nos besamos. Pero mucho antes, escuchamos de boca de Julián, el artesano de damasquinado, la tradición oral que aprendió de su abuelo junto al oficio.  Al regresar a la plaza, nos recibió una ola de personajes. Dos gnomos adornaban un árbol con papeles de colores. Un acróbata en zancos se nos acercó con una cinta de color al tiempo que un saltimbanqui nos alargaba un lápiz en madera rústica. Escribimos nuestros nombres y colgamos el papel en el árbol.
    Bajamos corriendo al estacionamiento. Al meternos al auto me miraste con mezcla de orgullo y deseo.  Me acariciaste el rostro y tu mano se deslizó bajo mi falda en busca de humedad. Tu otro brazo me asía como temiendo que el río bajo el puente me llevase. Bajé y abrí tu portañuela en busca de un símbolo inequívoco. Sentirte crecer en mi boca, me arrastró. La respuesta llegó potente, caliente y me  trepó  por las papilas dejándome tu gusto por un buen tiempo.