Friday, November 25, 2011

Sangria para refrescar.

La miel y la canela son indispensables en mi dieta, especialmente las gotitas de miel a diario desbordándose en la tostada que no la deja muy crujiente pero me hace empezar el dia suavecita al paladar. La canela se incluye en muchos de los postres, pero al no comer mucho dulce la uso mayormente para preparar mi sangría. De esas si preparo bastante. Este lugar no conoce de frío salvo veinte días al año así que esta es una receta que se presta muchísimo para cualquier ocasión. Yo soy de la vieja escuela. Ya he dicho que la cocina es como mi santuario y considero un crimen de lesa humanidad tomar una sangría industrial de esas que venden en el mercado. Mi abuela se levantaría de su reposo eterno y vendría a preparar las dos jarras que hacía para cada una de nuestras reuniones familiares. Con ella aprendí y aunque he cambiado algunas cosillas de su receta, me mantengo fiel a la tradición y preparo la sangría partiendo de cero. Claramente veo a mi abuela, cortando la naranja, los pedazos de manzana, dejando macerar la fruta en el vino y sirviendo en las copas su divina mezcla propia de los dioses caseros. En la isla quedó la jarra de cristal azul. Era una jarra generosa que parecía no dejar de vertir la bebida. Hace unos años me convencí de que no encontraría una como esa y compré en una tienda de artesanía española una de Talavera. La jarra es bastante mona y ha servido sangría en todas las comidas que preparo en casa para mis amigos. En mi receta he sustituido el azúcar por almíbar con una ramita de canela. Ahí les va.

Lo primero es la compra. He dicho que el éxito de un platillo o una bebida no radica en la preparación sino en la selección de los ingredientes. Disfrute ese momento. Si le es posible vaya a un mercado de agricultores de los que tienen en la ciudad. El de Pinecrest y Coconut Grove son famosos. No se trata de andar con remilgos. Como dije anteriormente el disfrute al paladar está en consentir a sus invitados y a usted mismo que estará manipulando los ingredientes. Camine, escoja la fruta, sostengala en sus manos y sienta el aroma fresco. Pase por un vino que no sea muy caro. Usted no va a degustar el vino. El bouquet y el cuerpo no son importantes porque el vino aporta el color. Aunque algunas recetas sugieren vino rosado,  a mi personalmente no me gusta. Si le va a poner, que sea rojo tinto y que le coloree las mejillas a los invitados. Siéntase de una vez Baco e inspire el éxtasis.
 
De regreso a casa prepare el almíbar. Será ligero y para el mismo usará una taza de agua y una de azúcar( a mi me gusta morena). Añada una ramita de canela. Si comienza a bailar en la cocina cuando la canela desprende su fragancia, es perfectamente normal. Tampoco se sorprenda si su cocina adquiere un tono de años cincuenta y comienza a cantar " It had to be you" a lo Billie Holiday. Al menos eso me ocurre a mi con el olor de la canela. Deje enfriar el almíbar y corte la fruta en trozos pequeños. Puede usar una manzana, un melocotón, una pera y definitivamente le pondrá dos naranjas y un limón en rodajas. Exprima la naranja y el limón dejando el jugo correr por sus dedos.  Si el invitado es uno solo( como tantas veces me ocurre a mi) y quiere estar radiante, póngase en el rostro una mascarilla de miel y dos cucharadas de zumo de naranja por unos minutos y luego enjuague con agua fresca.  Con la fruta cortada en pedazos ya puede ponerla a macerar. Déjela en el vino de cuatro a seis horas a temperatura ambiente para que extraiga todas sus partes solubles. Asegúrese que le acompañen el almíbar y una copa de Cointreau. Una vez empapada la fruta, vierta  una botella helada de una bebida de limón espumosa en la jarra y estará lista para beber.
Si sus invitados intercambian miradas de esas que parecían perdidas, ya sabe que ha hecho algo grande. Si está sola y el hombre parece perder los estribos es que la bebida ha resultado tan refrescante como se esperaba y necesita un poco de calor corporal. Acoja a ese pobre desamparado y deje que disfrute la miel y la canela.

Día nublado de sol.

  Amaneció lloviendo. Mal augurio. Comenzaba a invadirme esa tristeza que desfigura mi rostro y cambia el verde aceituna de mis ojos por tonos agrisados. La lluvia de ciudad  es un capricho ridículo de la naturaleza. Moja las fachadas y barre las calles camino a las cloacas. No hay ciclo renovador. La ciudad no ha aprendido a sonreirle a la lluvia.Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para sentir el olor fresco que desprende la tierra. Mis pies huyen del asfalto buscando un espacio de yerba mojada de donde beber la energía de la tierra. La lluvia se hizo para el campo.Unas pocas gotas y la tierra se abre como mujer destilando olor a sexo lozano y maduro. Corrí al armario por mis botas de agua, pero desistí. Cambié la indumentaria por aquella clásica que te place más. Salí a buscarte. Tenía que verte y tratar de cambiar el curso del día. Me conozco lo suficiente. Sé reconocer esos momentos en los que mi alma no entiende de fragilidad anímica.

Hice una de mis súbitas apariciones. Si te anuncio que voy a verte a la oficina te asalta la responsabilidad. Mejor dejar que mis ojos te hablen. Entré en silencio, el ademán de llevar mi dedo a la boca pidiendo discreción sentenció cualquier expresión de protesta. Dejé caer mis bragas hasta los tobillos y subí la falda hasta dejar al descubierto mi pelvis. La pared fue soporte de mi peso y subiendo y bajando mis muslos dejaron entrever el movimiento creciente que dibujaba círculos en el extremo superior de mi vulva. Tu mano bajó a tu bragueta y esa fue la señal para que mi cuerpo se doblara en dos aferrando mis nalgas a la pared como último asidero. Me arrastré hasta tu silla y la punta de mi lengua circundó tu glande. Comencé a devorarte y tu lubricación mojó mis labios. Crecías en mi boca, tu temperatura aumentaba y tus contracciones anunciaron la lluvia caliente de tu simiente en mi garganta.
 "¿Me llevas a pasear?"-te pedí. Consentiste en "sólo un ratito". Afuera llovía. Las gotas mojaban la ropa y no llegaban a nuestra piel. Nos fuimos de galería a soñar. Nos perdimos un rato entre cuadros de Lolo Soldevilla y paisajes casi fotográficos de Tomás. Me recordé empezar esa marina que hace rato quiero pintar.   Se nos había despertado el apetito y  no encontramos ni un sitio abierto para almorzar. Los mozos aún tendían los manteles sobre las mesas en una ciudad que comenzaba a despertar. Con ciertos antojos del cuerpo saciados y la mundana gula aún por colmar, condujimos hasta el mar. Nos hicimos de un pedazo de concreto para sentarnos a contemplarlo. Imbuida en tus brazos mi cabeza terminó en tu pecho. Tus dedos desandaban mi cabello y nos regalamos la exclusividad de un mar que nos escoge como visionarios. Tus piernas envolvían mis caderas. Cerré los ojos lista para recibir sensaciones puras. No mediaron palabras. La elasticidad del aire llenó tu torso de todos los sonidos del mundo, gritos de placer, gemidos acompasados. Tu respiración dictaba poemas en mi espalda. El viento batió una vez más las ramas y bajo ese árbol que nos cubrió y mucho distaba de la higuera de Bodhi, alcanzamos nuestra iluminación espiritual.

Te costó dejarme marchar. Tu boca asía mi labio inferior restituyendo pedazos de este cuerpo que has hecho tu espacio. Dejé atrás el mar envuelto en una bruma terriblemente hermosa. Mil soles asomaron por mi boca. De regreso a casa canté con Mick a toda voz. Salías de mi garganta como retorno emocional.

Saturday, November 12, 2011

Residencia primaria.

  Nacer en una isla y vivir cerca del mar me envolvió  desde la salida del vientre en una brisa sempiterna que me basta cerrar los ojos para sentir. Mis evocaciones  están permeadas de olor a salitre y colonias de sargazo. Algunas rayan en el extásis.  La abundancia de la luz de los días de verano presuponía algarabía. Me dejaba caer por la calle 30 sin hacer uso de los pedales hasta llegar a la costa. Mis pies eran vírgenes y acogían con ingenuidad el diente de perro que separaba mi pedazo de tierra de la hondura invocadora de las aguas.  Menos recuerdos están rodeados de ese halo de melancolía que a veces me acompañó. Con las entradas de los frentes fríos las olas acariciaban el muro y se bebían la ciudad a gotas reinventando un panorama que transformaba el gris del cielo en un canto de ráfagas. Hubo días que caminé Rampa abajo y llegaba cerca del muro a ver las olas romper y arrancar de cuajo la levedad de los días echándome en cara la osadía de estar vivo. 
     Mi amante a su antojo fue ese mar, como un cazador que se niega a sí mismo saberse cazado. Consistía su artificio en montar una escaramuza que esporádicamente quebraba mi vanidad de conquista. Vestíase de oleaje negándome la entrada cuando mi candor amenazaba su megalomanía. A la profanación de su espacio, me paralizaba con un golpe hosco en el pecho, me acompañaba a la orilla y se exhibía ante mis ojos con toda la grandeza de su furia para luego darme la espalda. Entonces, me volvía yo, lista para regresar a la tierra, seca, cuando un bramido anunciaba su cercanía; con ímpetu me mojaba e impregnaba con su garbo cada centímetro de mi piel.  Frecuentemente me acogía manso, sin tener que probarse nada. Esperaba sereno a que mis ojos lo miraran, entraba por mi olfato y con olores me desnudaba sin que mediaran esencias simuladas.  En ese momento, mis manos lo acariciaban y me entregaba de espaldas. Mi cuerpo nadaba en su acuosidad y mi alma se mantenía a flote.
        Para nuestra última cita se confabuló con el astro y este se dejó degustar olvidando su sacrificio, como una doncella pagana bailando al compás de las  notas de Stravinski en su marcha a la oscuridad. Me regaló un ocaso como tantas veces, pero nuestra reconciliación era dudosa. Hasta de los mejores amantes se despide una cuando el espíritu no da para más. Le llevé flores atadas por un mechón de cabello que me devolvía inútilmente para que me llevase un pedazo de el. A esas alturas el verdemar había teñido mis ojos y cruzó conmigo un océano haciéndome sucumbir en el ponto del desarraigo.
Centurias de sombras conminaron mis pasos. Erraba por proximidades marinas con una luz que caía en mi rostro con diletante embrujo sin aplacar mis ansias de inexistentes crepúsculos de levante. Abiertos los poros a nuevas sensaciones comencé a internarme en el bosque donde las primeras gotas de lluvia desprendían de la tierra un hálito que fue una suerte de refrigerio para el alma. Y con la tierra comenzó el regreso definitivo al mar.
  El hombre venía de la tierra. Sus sentidos sabían de hiedra y aroma a tierra mojada, de mariposas revoloteando en el jardín. De ellas había aprendido el elemental arte de la elusión. Libaba de las corolas en el huerto hasta saciar la sed y alzaba el vuelo. Distinguiendo la afinidad sapiosexual me decanté por el poder de la palabra.  Mis crónicas de un litoral remoto azuzaron su ingenio y escogió una posada junto al mar para el primer encuentro. Volveríamos indefinidamente. Ese primer día selló la permanencia. Inhaló la brisa marina de mi boca al tiempo que se enredaba en el sargazo de mis cabellos. Mis piernas le abrieron paso y llegó al piélago libando mis mieles. Me surcó entera y el verde orgiástico de mis ojos le devolvió su pedazo de tierra. Y así, entre tempestades espasmódicas hallé mi morada: ese vasto hombre que me sumerge.