Nacer en una isla y vivir cerca del mar me envolvió desde la salida del vientre en una brisa sempiterna que me basta cerrar los ojos para sentir. Mis evocaciones están permeadas de olor a salitre y colonias de sargazo. Algunas rayan en el extásis. La abundancia de la luz de los días de verano presuponía algarabía. Me dejaba caer por la calle 30 sin hacer uso de los pedales hasta llegar a la costa. Mis pies eran vírgenes y acogían con ingenuidad el diente de perro que separaba mi pedazo de tierra de la hondura invocadora de las aguas. Menos recuerdos están rodeados de ese halo de melancolía que a veces me acompañó. Con las entradas de los frentes fríos las olas acariciaban el muro y se bebían la ciudad a gotas reinventando un panorama que transformaba el gris del cielo en un canto de ráfagas. Hubo días que caminé Rampa abajo y llegaba cerca del muro a ver las olas romper y arrancar de cuajo la levedad de los días echándome en cara la osadía de estar vivo.
Para nuestra última cita se confabuló con el astro y este se dejó degustar olvidando su sacrificio, como una doncella pagana bailando al compás de las notas de Stravinski en su marcha a la oscuridad. Me regaló un ocaso como tantas veces, pero nuestra reconciliación era dudosa. Hasta de los mejores amantes se despide una cuando el espíritu no da para más. Le llevé flores atadas por un mechón de cabello que me devolvía inútilmente para que me llevase un pedazo de el. A esas alturas el verdemar había teñido mis ojos y cruzó conmigo un océano haciéndome sucumbir en el ponto del desarraigo.
Centurias de sombras conminaron mis pasos. Erraba por proximidades marinas con una luz que caía en mi rostro con diletante embrujo sin aplacar mis ansias de inexistentes crepúsculos de levante. Abiertos los poros a nuevas sensaciones comencé a internarme en el bosque donde las primeras gotas de lluvia desprendían de la tierra un hálito que fue una suerte de refrigerio para el alma. Y con la tierra comenzó el regreso definitivo al mar.
El hombre venía de la tierra. Sus sentidos sabían de hiedra y aroma a tierra mojada, de mariposas revoloteando en el jardín. De ellas había aprendido el elemental arte de la elusión. Libaba de las corolas en el huerto hasta saciar la sed y alzaba el vuelo. Distinguiendo la afinidad sapiosexual me decanté por el poder de la palabra. Mis crónicas de un litoral remoto azuzaron su ingenio y escogió una posada junto al mar para el primer encuentro. Volveríamos indefinidamente. Ese primer día selló la permanencia. Inhaló la brisa marina de mi boca al tiempo que se enredaba en el sargazo de mis cabellos. Mis piernas le abrieron paso y llegó al piélago libando mis mieles. Me surcó entera y el verde orgiástico de mis ojos le devolvió su pedazo de tierra. Y así, entre tempestades espasmódicas hallé mi morada: ese vasto hombre que me sumerge.
Bello! Profundo y sugerente. Como te dije un dia Marianne, tienes una manera de decir ciertas cosas que me encantaria fuese mia!!! jajaja, envidia si, pero disfruto mucho el leerte.
ReplyDeleteGracias Za, nada de envidia. Eso se llama reconocimiento.
ReplyDeleteUn abrazo :)