Friday, October 21, 2011

De Carmen y tauromaquia.

    Por años Carmen me ha cautivado. La fuerza dramática y la pasión que arrancan las notas de Bizet alimentaron mis sueños juveniles de bailarina clásica. La gran polémica era qué me exaltaba más: la interpretación firme y el enfrentamiento de la Plisetskaya o la sensualidad de la Alonso. Una mañana cuando te preparabas para ducharte te mencioné la temporada de ballet de la ciudad y los programas que tenían; a tu cargo quedaba sacar entradas y sorprenderme con el programa. Rápidamente hiciste un recuento de tus flirteos y vacante en el departamento artístico estaba la dama del tutú. Te acompañaba hablándote de ese anhelo albergado por años de acoplar las dos mejores interpretaciones que he visto cuando el sonido del agua cayendo en tu cuerpo y tu erección matutina a través de las puertas de cristal desataron un torbellino de ideas que tomarían cuerpo con el pasar de los días y esa persistencia mía de presentarte la vida en cortos. Saliendo de la ducha tu cuerpo destiló la provocación diciéndome que lo aprendiera. Esa fue una promesa a añadir a la corta lista que he hecho desde que nos conocemos. En realidad no has pedido mucho, no puedo quejarme. Éramos sibaritas dispersos marcados como ganado del mismo corral. Mi única ofrenda  fue la de no permitirme un dolor de cabeza jamás y no fue tanto por devoción a tu culto, sino porque aún cansada o enojada no dejaba de desear tu cuerpo. Hubo noches que te odié y te negué mi boca como expiación de tus pecados pero mi materia te montó  hasta transpirar la ira.
      Fueron meses de entrenamiento riguroso siguiendo una rutina diferente a la habitual. Mi cuerpo, aunque acostumbrado a cierto movimiento había dejado el baile por dos décadas y  terminaba adolorido. Largas horas de estiramiento y elongación  burlaron los lastres físicos. Mi frenesí compensó la corta preparación académica y el dominio de la barra clásica. Además del adiestramiento muscular se impuso el trueque de sandalias de pies abiertos a la libertad por puntas de ballet. Primaron las jornadas frente a la pantalla detallando movimientos, minutos frente al espejo cuidando la posición de los brazos, el giro de la cabeza,  la incitación de mis cejas. Eran  pinceladas de orinismo que me resistía a abandonar.
      Unos días antes de la función comencé a coquetear con el vecino para darle un toque histriónico a la representación. Recuerdo que al principio de mudarse me preguntabas constantemente si me gustaba, imagino que tamaño cuerpo intimidaba un poco tu virilidad. Vigilé sus horas de entrada y salida y  dejaba cosas en el coche con el pretexto de salir a recogerlas. La puerta abierta permitió que vieses las sonrisas que le dediqué en mis constantes incursiones al frente preguntándole cómo tornear las piernas, mostrando mis extremidades en busca de consejillos válidos de un entrenador personal. Te asaltaron los celos que esperaba y supe que sólo falta el aporte de mi sal la noche de la lidia.
       Esa tarde te llamé a la oficina preguntando si terminabas tarde y te pedí una conversación a tu regreso a casa. Tu voz sonó desgastada y lejana mientras me empaquetaban la malla y el foulard rojos. Pasé por claveles frescos y el rubor los tiño de gozo cuando les hablé de tí. Uno fue a parar a mi moño y el resto del ramo al cuarto de baño, lejos de tu vista. Un portazo seco anunció tu llegada, venías con esa cara mal fingida de indiferencia; pero al verme desafiante algo parecido a una mueca traviesa alumbró tu rostro. Ansiosa te esperaba en el ruedo, el taburete prolongaba mis piernas infinitamente y a un guiño tuyo mi espíritu se apoderó del hedonismo de todos los tiempos. Bailé hasta la saciedad olvidando los movimientos, mi cuerpo improvisó los pasos tentando la embestida en la arena. Estoqueaste con bravura manando hombría sin recelos, dancé sobre tu plexo y engalanamos nuestra plaza fecunda con un  pas de deux avezado de eternos entusiastas del amor.

Saturday, October 15, 2011

Volver.

 En cierta medida, esta nueva ciudad donde vivo me sume en un letargo como el de esos días de verano en que habito un colchón drenada por el calor. El gran debate es cómo subsistir fuera de la ficticia burbuja del paternalismo que por años me amamantó. Pasé de ser hija y esposa, a madre y cabeza de familia en una economía de mercado que entró de sorpresa con un cercano cambio de localidad geográfica  bajo un mismo clima y otra estructura social.

Con cada regreso a la isla la conmoción pulula. Para el primer viaje, hice planes minuciosos de charlas hasta bien entrada la noche tratando de cubrir una ausencia de tres años. La realidad fue sorpresiva. Unas horas después de haber pisado tierra entendí cabalmente que ya no podía vivir en aquel Macondo y que ese pedazo de tierra al que pensaba volver después de retirada ya no sería mi hogar. Aunque luchaba internamente por adaptarme a un nuevo régimen de vida, el que me acompañó durante veintiseis años me resultaba radicalmente ajeno y me hizo reconocer el nuevo como permanente. Ese fue el primer encontronazo. ¿Adónde van a parar cinco lustros que armaron mi espíritu?  Mis padres decidieron quedarse en la villa para cuidar a los suyos cansados de llevar sangre migrante en las venas y luego se les hizo muy tarde para volver a empezar. Se resignaron a ver partir a sus hijos quedando el nido vacío. Los amigos dispersos por el mundo, salvo algunos pocos que no pudieron escapar o se acomodaron a ciertas prebendas sórdidas que acallan el ser.

En la isla, el tiempo vive detenido. Despierto a las siete de la mañana a tomar un café y sentarme en el portal a ver pasar las mismas caras. La imposibilidad de compra y venta de casas, sepulta a las personas en domicilios que se han agenciado. Los vecinos te abren la verja de la casa sin invitación previa y te plantan un beso sonoro en las mejillas-"Estás igualita, tú no engordas". No acabo de entender por qué asocian primer mundo con adiposidad. Me preguntan de mi vida y trato de explicarles cómo funciona, intento ilusorio, hay experiencias que no son palpables sino en la piel. Es como las parejas que van a contarle al cura sus problemas matrimoniales. ¿Qué entiende ese señor  de dinámica de pareja, de cuentas compartidas, de frialdad sexual por tensiones múltiples?

Los recuerdos de mi crianza me levantan en vuelo. Leo en mi lengua materna, los días se alargan para que devore un libro tras otro rememorando los años en que nadie me esperaba y la lectura dictaba mi agenda.   La isla me apapacha de la mano de la cocina de mi madre, vuelvo a ser la niña de la casa. Las horas transcurren recostadas en su cama escuchando conciertos de piano. Cada viaje supone un cotejo de fuerza moral. Creo que la distancia la embarga con el temor de la cercanía de su trayecto luctuso y que le queden historias por desentrañar. Animo a mi padre a meternos al cuarto de la terraza para buscar libros y vinilos para traerme a mi nuevo hogar. Me cautivan los estantes depositarios de bienes de abolengo traducidos en páginas amarillas de impresiones baratas y portadas encuadernadas resistiéndose al paso excesivo de los años y el uso desmedido. Mi abuela se refería a esa habitación como el cuarto de la doméstica, reíamos con su arrogancia de provinciana acomodada. En realidad era el cuarto de Nila que venía de lunes a viernes a cocinar y limpiar. Los sábado eran de almuerzos en el 1830 y los domingos se alternaban entre "Las Ruinas" y las mediasnoches que mi abuelo acompañaba con café con leche pasadas las seis y media de la tarde. Mi padre adoptó a Nila como un familiar más y aunque ya no estaba en casa para la época en que comencé a hacer mis recorridos habituales por la cocina, el aroma de sus guisos y la jarana de mi padre llegaron a mi vida con una frescura de cascada. Después de la muerte de mi abuela mi padre convirtió la habitación de Nila en custodio absoluto de su mejor tesoro: los libros.
Los libros estuvieron en mi vida desde que tengo uso de razón. Mis padres hicieron el apartamento de mi madre su morada cuando comprendieron que vivir con mi abuela sería una faena humanamente imposible. Debido a lo reducido del espacio las paredes se llenaron de repisas acopiando libros y hasta en el cuarto de baño teníamos un librero. Recuerdo que aprendiendo a leer en primer grado pasaba más minutos de lo previsto en mi aseo descodificando títulos en los tomos de los libros hasta que el grito de mi madre me llamaba a cenar. En aquella época había un volumen amplio que tenía un matiz misterioso para mis seis años pues no lograba imaginar de qué trataba ese libro que volvía una y otra vez a la mesa de noche de mi padre y que mostraba a grandes letras "La Civili Zación Maya".

Otra rito obligado es mi paseo por la parte "vieja" de la ciudad. Los sábados en la tarde eran "días de ir a la Catedral". Mi madre se perdía entre los artesanos buscando sandalias y bolsos de piel en lo que mi padre nos daba a mi y a mi hermana una visita dirigida a cuanto museo y calle se le pusiera delante. Durante mis útimos dos viajes mi padre se ha resistido a esas caminatas así que me he ido con mi madre que siempre se entusiasma con la idea de comprarle a los vendedores que rodean La Plaza de Armas y recurre a ellos buscando para su nieta libros infantiles con ilustraciones magistrales que son difíciles de conseguir. Me gusta caminar por callejones poco transitados y tomar fotos de gente real sin afeites de promoción turística.

 La villa es seductora. La brisa marina y la luz tropical realzan las edificaciones que caen a pedazos. Las ruinas aún se imponen contando historias de una heterogeneidad a ratos déco, ecléctica o nouveau. Este viaje hice algo inusual, caminé por el Paseo del Prado hasta llegar al mar. La similitud con mi caminata por Las Ramblas el verano anterior fue conmovedora. Recuerdo haber caminado desde el mar adentrándome hacia la ciudad pero en esta ocasión el recorrido a la inversa ofreció un panorama completamente diferente, saliendo de la sombra de los árboles y una urbanización en forma de chaflán por una vía que conduce a la anchura del mar.

La despedida es siempre aciaga. Vuelvo a sentir que privo a mis padres de lo mejor, vuelven sus miradas perdidas, como un acto que queda inconcluso.

Sunday, October 9, 2011

Namaste

      Viniste con lluvia y extenuación pero te sacaste las ropas mojadas y en ese mismo rincón donde cayeron dejaste la inercia. Tu beso incineró mi vestido dejando mis pechos descubiertos y tras la combustión, la cadencia del jadeo fue sólo perceptible con el roce de las dermis. Asumí el papel de la hetaira que te ha acompañado doscientas jornadas de narraciones que calmaban tus apetencias egocéntricas. Recreamos los días de rock and roll bailando en las sombras y la resonancia crónica de mi cuerpo subyugado al compás de tanto jazz taladrándonos hasta la médula, perfecto ejercicio de arrojo de temores para ensamblar las almas. Derrochamos contracciones y sudores segando el aliento y cuando no nos quedaba centímetro sin calar nos tumbamos a contemplarnos los cuerpos, perplejos ante la impotencia de no saber distinguir los confines de tu piel y la mía amoldadas por la misma gama.
     El eco de nuestras voces interiores hizo imperceptible el barullo blando de la ciudad y nos perdimos entre el abigarramiento de concreto buscando residencias secundarias para el consuelo del espíritu, de conjunción primitiva y moderna; y así sin saberlo, nuestros pies nos condujeron al mar, inicio de vida, escenario nuestro. Nos espetamos en la brisa y el salitre desempolvó el primer abrazo desnudo. Supusiste tu entrega mísera para el encuentro, andabas en eso de darte entero y me hablaste sin ambages de ese universo tuyo que esconde tu fachada. Confiaste tus verdades, tus miedos, tus deseos, tus lágrimas de emoción, tu descubrimiento de la futilidad de la vanidad que en ocasiones amenaza la consecución de la gloria.
     Sólo después que te fuiste noté que no te despedí con un abrazo o un beso, que me quedé suspensa segregando y adhiriendo las dádivas de tu existencia.

Tuesday, October 4, 2011

Días de feria.

       Anoche mi hija me pidió permiso para sacar dinero de sus ahorros y le eché la cantaleta sobre lo importante que es "guardar pan para mayo" como dirían los viejos sabios, a lo que contestó diciendo que eran sólo dos dólares. Realmente no toqué más el asunto, estaba corriendo entre la cocina preparando su cena y mis ejercicios. Esta tarde cuando llegué a recogerla en el cole me tendió una bolsa ligera con un peso emocional imponente.
       La bolsa contenía dos marcadores que me compró en la feria del libro. "Mira mamá- me dijo- dos marcadores para los libros de tu mesa de noche". Su carita de orgullo me remontó veinticinco años atrás cuando me le aparecí a mi madre con "El amor en los tiempos del cólera" que se había agotado en algunas librerías e inexplicablemente lo tenían en la feria de la biblioteca central de "Ciudad Libertad" donde estudiaba en aquella época. Volví a ver la cara de mi madre cuando le entregué el libro después de esperarla a que terminara sus clases en la Academia de Bellas Artes. Ese tarde se me hizo eterna. Al salir a las 4:30 caminaba hasta su trabajo y la esperaba hasta las 6 que terminaba su última clase. Aquellos años fueron gloriosos, despuntaban todos los plásticos y escultores que hoy llenan galerías en Miami y el mundo y yo deambulaba entre las clases magistrales de historia del arte, el taller de grabado y la biblioteca atestada de  volúmenes valiosísimos que con mi sonrisa de niña ávida devoraba tras prometer cuidar de ellos.

      Un niño me sacó de mi ensimismamiento preguntándome si sabía a qué hora venían sus padres  por él y caminé hasta el estacionamiento tomando una foto de mi sorpresa. Pero al subir al coche no pude controlar el flujo de una emoción de dos décadas y rompí a llorar con las lágrimas de mi madre. Lágrimas de orgullo por ese pensamiento que nos acompaña en ámbitos de literatura y que nos trae a la madre de la mano de un libro o un marcador.