La incitación inicial vino de la mano de mi hermana. Tras un viaje de dos meses, se me apareció en casa con unas fotos que lo mostraban en todo el apogeo del verano barcelonés. Nuestras infancias eran semejantes: baños de mar y contemplación a borbotones, largas horas de luz, imágenes oníricas más allá de las líneas de los arcos góticos, como si buscaran rayar con el misticismo oriental. Comencé a soñarle como se sueña algo distante, con el sabor de la anticipación y con premura.
El primer encuentro tardó. No era fácil para Antoni hacer ese viaje y tuvo que esperar que fuese yo la que cruzara el Atlántico. Para mí tampoco fue fácil, así que pasó el tiempo. Debo confesar que por momentos lo olvidé. Una es joven y la dinámica de la vida moderna presenta opciones atrayentes por doquier. En par de ocasiones estuve en la península, pero no me sentí con fuerzas para verlo. Podría parecerle cobarde si le dijese, pero una mujer sabe cuál es su mejor momento. Para ese entonces ya había visto un poco más. Algunos fueron frescos, otros tóxicos, mas había llegado al punto en que se tienen elementos para valorar sin hacer comparaciones simples.

Mi romance con Antoni sigue por estos días. Vuelvo a sus fotos, las de hace casi veinte años y las recientes, tomadas por mí. Cuando regreso a verle, hay siempre algo nuevo: la intensidad de la luz, el olor a salitre que le baña los poros, las aves que migran, alguna marca del tiempo. Lo que no envejece es la invitación, desde aquel primer verano.