Friday, December 9, 2011

Implicados.

     El reloj en la pared de la estación no marcaba las ocho de la mañana cuando llegó. Un manojo de gente se apiñaban en el patio de donde salían los autobuses. Adentro, los viajeros comían algo antes de salir. Se hizo de un café con leche y porras porque la tensión matutina y el miedo a la tardanza ya habían pasado y se sentó a leer su libro hasta que anunciaran la salida. Escogió la mesa más apartada evadiendo miradas y comentarios superficiales que lanza un viajero a un posible compañero de trayecto. En un descanso, alzó la vista y lo vió. Sus ojos absortos en la página de un libro eran la señal que esperaba. Le comieron las ganas por saber que leía y en su mente asomó una breve semblanza del hombre al otro lado del bullicio e inmune al mismo.  Repasó sus últimos amoríos. Todos habían entrado a su mundo con el regalo de un libro. Ese había sido su recurso infalible.
      El altoparlante interrumpió la madeja de recuerdos que la habían poseído y no eran sino uno de sus tantos viajes a un pasado distante, hermoso y triste, renegado a vivir en los vericuetos del pensamiento. Esperó que el resto de los pasajeros se trasladaran al patio y terminó su desayuno en calma. Saliendo al patio arrancó un par de flores silvestres y adornó los lóbulos de sus orejas que iban libres apuntando un olvido ocasional.  Con desgano se acercó al final de la línea. Al abordar, un breve repaso con la vista la condenó a un asiento ocupado por un libro. Esperó por un par de segundos dudando si ponerlo encima de la mochila en el sitio contiguo.  "Ya lo desocupo"-le dijo. Con una sonrisa tímida, el lector se hizo paso y sostuvo el libro entre sus manos. La contracubierta habló por sí misma y sintió que empezaba un viaje sin retorno.
    Emprendida la marcha abrieron sus libros. Una hojeada mutua confirmó las sospechas. Resaltaban frases en las páginas para ser retomadas en lecturas futuras. Seis horas hasta el destino fueron suficientes. En aquel autobús lleno de gente con acento castizo, el mundo parecía reducirse a dos extranjeros que leían a un argentino y retomaban su prosa. Hablaban el mismo idioma. En el parador le perdió de vista. Al subir al coche, encontró dos minúsculas flores en su asiento. " Las otras se ven marchitas y estos no son tiempos de muertos"- le espetó. Se sacó los despojos del cuerpo, no sin antes colocarle un pedazo de vida en sus manos. Sintió sus yemas rozar su cuello. Con sutileza, la savia nueva penetró en su piel. Atrás quedaba un paisaje árido. Pasando un túnel, los recibieron unas montañas verdes revelando la suspensión del pasado.  En estado puro, su cabeza fue a parar a su hombro y hablaron de su primer hijo.

3 comments:

  1. Me ENCANTA!!!! Asi, con mayusculas y signos de admiracion. Tu siempre escribes historias que me hubiera encantado escribir o protagonizar, jajajaja....en este caso son las dos cosas. Esa implicacion me parece lo mas romantico del mundo!!Un abrazo grande

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  2. Gracias Za. Hay mucho de mi ahi. Un besote.

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  3. Una historia linda, y puesta asi...mas aun.
    Saludos, y felices fiestas por ahi.

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