Wednesday, January 4, 2012

El lago.

       Abrió la ventana que daba al lago y llenó sus pulmones del aire gélido. Cierto calor humano se había instalado en su alma y desafiaba cualquier alusión poética de comienzo primaveral en esos primeros días de diciembre. "Envíame una foto del lago helado"- le había pedido y él había esperado pacientemente una primera nevada que diese efecto de postal comercial. No le gustaba ese tipo de expresión pero no podía negarle algo tan mínimo. Enfocó hacia el lago y pensó en la irreverencia de un paisaje tan quieto y el remolino interno que sentía y al que se negaba a ponerle nombre. Trataba de hacer un recuento de los primeros acercamientos a esa mujer que ahora veía como una inoportuna de la que no podía prescindir.
      Habían empezado por enumerar las cosas que tenían en común hasta hartarse de registros inútiles. El alma no entiende de cuentas sino de descalabros a flor de piel.  Después vinieron los rasgos auténticos que no pueden contarse, los gestos que hacen la cotidianidad insólita. Así, leían un libro simultáneamente e intercambiaban frases en mensajes, hasta que se le ocurrió mandarlos como notas de voz. Comenzó a recibir poemas de Kavafis y Lorca, el Credo de Nazoa y se le antojó que aquellos versos habían sido escritos para ser declamados por esa mujer. Otras, cantaba canciones a capella. No importaban la entonación o el registro. Creía que si el canto salía de su pecho, la melodía invadiría su boca y podría susurrarle madrigales al oído. Escribía notas a mano y le envíaba las fotos sin atreverse a esperar la demora del correo tradicional. Luego, las recibía y ponía en el rincón de la pared donde acumulaba los recordatorios de asuntos urgentes. A veces, dejaba pasar un par de  meses esperando que ella olvidara el envío y entonces retrataba la nota y la despertaba con una de las preguntas o afirmaciones que ahora hacía suyas.
           No necesitaba sus fotos para verla ahora en las aguas del lago. Una aparencia moderna contradecía su naturaleza mas bien romántica. Al ver su rostro no podía evitar pensar lo que se habían perdido los maestros del Renacimiento. La hubiesen inmortalizado en mil óleos, pero por estos días ya nadie pintaba eso. Una nota melancólica asomaba a sus ojos cuando faltaban las palabras y la distancia se hacía tangible en ellos.  La tecnología les ofrecía imágenes que hablaban por sí mismas. La veía apagada, haciendo la tristeza hermosa y a la misma vez lo enamoraba el derroche de amor de sus pupilas. Revelaban un perfil platónico y otras tantas veces su culpa carnal hasta que se cerraban por la fuerza del arrobo o la caída de la cabeza hacia atrás. Así la tuvo entre sus brazos mientras su boca la acogía. Su cuello parecía buscar el sol que le aumbraba el rostro, lista para emprender vuelo y desprenderse de lo terrenal. Sólo escucharlo la calmaba temporalmente. Su voz abría las puertas a la esperanza. Eso le gustaba de los hombres maduros. A diferencia de los de su generación, los que pasaban los 40 no dejaban que la virtualidad reinara y entendían la supremacía del calor humano aún de lejos; y él comprendía a cabalidad lo importante que eran para ella las llamadas. La llamaba camino a su hora de almuerzo y lo veía caminando entre tanta gente ruda que ni se miraban a la cara, como si hubiésemos sido todos hechos siguiendo un mismo patrón y los ojos no revelaran existencia alguna. No podía ver la ciudad sino a través de su mirada. En cierta medida, desprendía un pedazo suyo en cada exposición a la luz o las sombras y dotaba de vida cuerpos hasta entonces inermes con la magia de una instantánea.
     Le asombró el pedido de la foto del lago. Sabía que tanto tiempo sin verse la afligía y ahora con la ventana abierta, no podía evitar verla sino como una Ofelia desnuda sólo cubierta por las mismas margaritas que acostumbraba llevar enredadas en sus cabellos.  Corrió al teléfono y la escuchó distante, pero jovial. Enunció su petición y dijo que la esperaba. Colgó sin reparos. Un sonido anunció un mensaje y la respuesta llegó en forma de imagen. Ahi estaba en blanco y negro, la boca que siempre lo recibía. Volvió a la ventana y retrató la luna llena reflejada en el agua.
    

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