Wednesday, March 28, 2012

El boceto.

La halló sentada en la alfombra frente a un anaquel atestado de libros de arte. A primera vista, una pierna extendida bajo una falda que aunque la cubría dejaba entrever unas extremidades torneadas.  La otra, al parecer, acomodaba el pie frente a su ingle en una flexión que le permitía inclinarse hacia adelante para apoyar sus codos buscando sostén y el torso desdoblado sobre el libro como buscando insertarse en sus páginas. La melena lucía recién lavada  aún mostrando algo de humedad y caía cubriendo mayormente el dorso, a la vez que algún que otro mechón le acariciaba las axilas.
Las reproducciones del artista llenaban su casa. Cuando sus ojos y su alma se lo pidieron, comenzó a ocupar las paredes. Cada una representaba la mujer que quería: un ser candoroso con aires de ninfa traviesa. El artista describía mujeres sensuales, rojo en el cabello, bocas listas para paladear y beberse el digestivo. En sus obras desafiaba la teoría del color. No importaba si los colores eran cálidos o fríos, la vestimenta abigarrada o ninguna; lo que quedaba eran los rostros. Sus bocetos no eran más que líneas y garabatos carentes de cromatismo y aún así, ahí estaban los ojos perdidos, la boca abierta en abandono interpretando ad libitum.
Parándose a su lado, fisgoneó con gusto. De este lado lucía una mujer entera. La figura señalaba camino andado, pero bien llevado. El punto marcaba sus líneas y el escote generoso sin rayar en lo vulgar, le regaló las formas. La detalló sin prestar atención al libro que buscaba y ella sostenía. Los senos pequeños y redondos trazaban una curva natural  proporcional al resto de su cuerpo. Entre tanto, el ojo femenino lo medía. Subió desde los zapatos hasta llegar a sus caderas. Ya sabía que era algo superficial de su parte mirar los zapatos de un hombre, pero eso hablaba de su personalidad. Sintió la cara interna de sus muslos aprisionando esas caderas masculinas y su pelvis amasando líquidos. Volvió atrás en el volumen. La modelo se acariciaba con los ojos cerrados saboreando su intimidad, ahora compartida. Levantó la vista del dibujo y lo miró con firmeza, pidiéndole con un gesto que bogara a su espalda. Reclinándose en su pecho guió una de sus manos hasta el pezón derecho para que el ardor que la consumía se fundiese con la fricción del pulgar e índice masculinos. La izquierda se movía por su cuenta escalando  aprisa bajo la falda hasta encontrarse con unos dedos menudos que la detuvieron. Estos, la condujeron a la cima del monte y la hicieron bordearlo uniformemente para luego dejarlo que hiciese solo el camino a la gruta. Adentrándose en la caverna, dejose abrazar por la cálida humedad que lo recibía. Pensó el hombre cuán desorientado había estado al creer el Paraíso tan lejos de esta profundidad de la Tierra y dejó que la corriente lo llevara hasta el fondo.

Sunday, March 18, 2012

El árbol.

El primer árbol ofrecía olor a naranjas, un frescor citrico que acompañaba  cuchicheos cómplices de adolescencia. Fueron  tiempos de levedad. Se besaba porque si, por intercambiar salivas y restregueos, sin entregar más.  Las comparaciones eran mínimas y se besaba apurado como queriendo comerse el mundo. El  desorden mediaba. Se besaba por un libro que gustaba o por un concierto compartido. Sólo la madre sabía la verdad y le dijo a un chico –“ a ella se le conquista fácil si sabes qué hacer, la magia está en que perdure ese instante” Aún no plantaba semillas ni recogía riego humano.
Con el tiempo llegaron los sembradores. Con cada átomo de luz, salía una ramificación, una bocanada de oxígeno indomable. Los acogía combinando espacios de sombra para que  el sol no los cegara.  A medida que se erguía en toda su esbeltez, llegaron los días de profundidad y menguaron los besos.  Dejó de abrirse a las bocas como antes.  Los besos eran el vehículo que  enviaba la señal a su sexo, y desde allí   medraba, como raíz aferrándose a la tierra.
 Y comenzó el aprendizaje. Cuando ya se creía fija al suelo, este empobrecía ante la falta de abono y las raíces comenzaban a moverse. Así aparecieron las primeras hendiduras en una superficie robusta a primera vista. Con los años, la concavidad amenazaba volverse una sima irrellenable, como un pozo al que se lanzan piedras con la ilusa esperanza de escuchar el agua y devuelve un sonido hueco cada vez más atronador. Se sucedieron los trasplantes y con ellos los tiempos de búsqueda de tierra fértil. Un respiro resfrecante inicial y  luego, la angustia ante cada  zambullida de sequedad.
A la llegada de la primavera, se sumó el intercambio de plexo solar. No se habló de principios o finales, de semillas o frutos. Allí en el medio del campo, se levantaba el árbol. Caminó hacia el sin premeditación y se sentó bajo su sombra para luego acostarse a contemplar las ramas. A través de ellas alcanzó a ver el sol. Entonces supo que debía incorporarse para abrazar su cúspide. Con el labial rojo marcó las ramificaciones hasta llegar al tronco y allí se sentó a bailar. Sin que mediara el viento, la base se estremeció  y las hojas cantaron un himno tántrico. Las ramas se alargaron hasta  alcanzar el cénit al tiempo que llegando a la raíz, quedó plantada.